
“Soy como alguien que busca a ciegas, sin saber dónde ocultaron el objeto que no le dijeron qué es. Jugamos a las escondidas con nadie”. Fernando Pessoa, «Libro del desasosiego».
Desasosiego es falta de sosiego según la Real Academia Española de la Lengua. Y sosiego es quietud, tranquilidad, serenidad. Esas que nos faltan en demasiadas ocasiones en estas vidas hiperplaneadas a contrarreloj con las que nos ha tocado bregar. Además, como no podía ser de otra manera, la montaña rusa del azar, o del destino – no añadamos más cuestiones comprometidamente difíciles de baremar- nos colocan ante situaciones profundamente dolorosas que desbaratan por completo el plan establecido. Esta colección de Cine del desasosiego tiene su origen conceptual en ese libro maldito, doloroso y hermoso, con el que el poeta lisboeta colocó una nave más en la travesía sin rumbo de la postmodernidad, del sinsentido vital, de la angustia existencial. Y lo consiguió relatando las desventuras cotidianas de ese alter ego Bernardo Soares, que decía que era como él sin el raciocinio y la afectividad. Y siguiendo por ese camino de la experiencia personal como impulso creativo, en esta colección quisiera referirme a algunas películas producidas entre la última década del siglo pasado y los albores del presente, conocidas todas en su estreno durante esos años juveniles de descubrimiento hambriento -mayoritariamente en mi querido Teatre Municipal de Benicàssim-, porque considero que reflejan con coherente clarividencia cuales son los nuevos males que nos acechan en las sociedades consideradas desarrolladas -en las otras la necesidad de supervivencia es tan cara, que nuestras inquietudes se tornan en banalidades incomprensibles-. Porque cada una de ellas inauguró en la chiquilla que era yo por aquellos tiempos, una línea de reflexión vital sobre cuestiones transcendentes en torno a esa que algunos califican con ironía como la vida moderna.

“Exotica”, Atom Egoyan (1994).
Exotica es una suerte de club erótico con vocación de mágica singularidad en la ciudad de Toronto. Allí, en un lugar pocas veces retratado en el Cine más allá del prosaico disfrute masculino, los personajes de Atom Egoyan confluyen desde sus vidas misteriosamente interconectadas en un submundo alegórico e introspectivo.
Este autor canadiense de origen armenio ha hecho de la complejidad y discontinuidad narrativa una de sus señas de identidad artística. En sus rompecabezas emocionales el espectador queda atrapado por el deseo de comprender, de atar los cabos que nos ofrece sueltos, de encontrar respuestas difícilmente satisfactorias. Así fue en “The Adjuster” (1991), una historia de progresiva obsesión de un liquidador de seguros en viviendas incendiadas, en “The sweet Hereafter” (1999), sobre la reconstrucción de la devastación que para una comunidad rural supone el mortal accidente de un autobús escolar, o en su reivindicación del genocidio armenio a manos de Turquía en “Ararat” (2002), entre otras.



El arranque del film, con los títulos de crédito sobreimpresionados comienza a sumergirnos en una iconografía visual que emula su título. Verdes cactus, palmeras y flores tropicales, en una gama de colores cálidos y gélidos a la vez. Inmediatamente, uno de nuestros personajes, Thomas (Don McKellar), llega al aeropuerto desde un destino desconocido, y pronto sabremos que se dedica al trafico de animales exóticos prohibidos, en una suerte de paralelismo metafórico con el eje argumental de esta historia.
En el club, Christina (Mia Kirshner) es una estríper, cuya performance de una enigmática Lolita· vestida de colegiala es el incontenible atractivo para Francis (Bruce Greenwood), un cliente que acude cada noche a verla y a hacerla bailar en su mesa, como también para Eric (Elias Koteas), una suerte de discjokey introductor de las bailarinas con sus discursos cargados de mensajes cifrados, a la vez que inconteniblemente expresivos de sus sentimientos hacia Chistina, de la que en el pasado fue amante. Francis es un auditor de la Hacienda canadiense que está investigando los turbios negocios de Thomas -muy sugerente la secuencia en que cuidadosamente guarda los dos huevos clandestinos de un animal que adivinamos nuevamente prohibido-. Para completar el elenco, Zoe (Arsinée Khanjian, actriz fetiche de Egoyan), la propietaria del local que heredó de su madre, embarazada, juega un rol plagado de ambigüedad en torno a su maternidad, su sexualidad, y su relación con Eric y con Christina.



En “Exotica” la trama avanza pausada y claustrofóbicamente hasta ubicarnos en el meollo del drama de sus personajes, heridos todos por un acontecimiento dramático de pérdida vital que los conecta, y que aun hasta el final no acabaremos de comprender. Como tampoco acabaremos de comprender el otro extraño ritual que Francis compone con su sobrina cada semana (jovencísima Sarah Polley), la hija adolescente de su hermano que quedó parapléjico tras un accidente, conectado igualmente con la desaparición de la mujer y la hija de Francis, que solo nos son mostradas en las imágenes de los videos caseros que conserva como su más precioso tesoro. También atravesados por las sexualidades más traumadas e inquietantes. Este film está plagado de esos momentos de desasosiego, pero considero que ninguno tan ilustrativo del ama del film como el baile de Christina, su representación de la sensualidad más prohibida sobre esa canción reiterada e hipnótica de Leonard Cohen.
«Todos lo saben». En realidad no. Las respuestas que al final del metraje nos proporciona Egoyan, apenas nos permiten penetrar en unas almas perdidas y enfermas de soledad.

“La ciénaga”, Lucrecia Martel (2001).
Esta segunda parada por el desasosiego en el Cine nos lleva al primer largometraje de esta deslumbrante directora argentina -continuó con “La niña santa” (2004), “La mujer sin cabeza” (2008) y “Zama” (2017)-, que recién estrenado el nuevo milenio nos obsequió con una película que me parece absolutamente emblemática de las desazones contemporáneas.
La ciénaga es el pueblo de la provincia de Salta, en el noreste argentino, donde Martel localiza su trama, -por cierto, caracterizada por los terrenos pantanosos-. Pero es muy especialmente el apesadumbrado y desasosegante espacio emocional de los personajes de su relato.
En torno a las relaciones personales entre los integrantes de dos familias, lideradas en la ficción cinematográfica por dos mujeres, Mecha (Graciela Borges) y Tali (Mercedes Morán), amigas y compañeras en la lejana Facultad, Martel construye un relato coral de la miseria y la descomposición moral de la clase media argentina. Mecha es una mujer permanentemente unida a una copa de vino, de clase media aburguesada, casada con un hombre desinteresado y ausente. Tiene cuatro hijos. Tali es su contrapunto de clase social casi humilde, cuidadora y confidente, a la vez que obsesionada con la mayor altura económica de Mecha. También tiene cuatro hijos. El hijo mayor de Mecha vive en Buenos Aires con una mujer compañera de trabajo y amante, que lo fue en el pasado de su padre. Y determinadas circunstancias los unirán a todos en la casa de veraneo de Mecha. Allí asistiremos desconcertados al devenir cotidiano de unas vidas, a su vez dramáticamente desorientadas, que tratan de mantener sus conflictos en la invisibilidad. Porque una de las características esenciales de la propuesta artística de esta mujer es la narración disruptiva, cifrada y espacialmente claustrofóbica de lo ordinario, con un uso muy efectivo de los planos cercanos, desconectados de una trama clásica, y aderezados con una utilización de los sonidos diegéticos que se nos introducen hasta la médula -muy especialmente los estruendosos tiros de escopeta de los chavales cazadores desarrapados, dirigidos a la vaca muerta y semienterrada-.



El arranque del metraje del film ya me parece un portento y la paradigmática presentación de lo que nos va a relatar. Tras un primer plano general de la voluptuosidad selvática en la que se ubica la casa, y otro inmediatamente hilado de los pimientos rojos que se secan al sol en la Hacienda, Martel nos presenta a sus personajes adormilados a la hora de la siesta, evidentemente alcoholizados. Y a nuestra protagonista, Mecha, levantándose de su hamaca junto a una piscina de aguas putrefactas, anestesiada, ralentizada, tambaleante, contrapuesta en el plano a la figura de su marido, igualmente borracho e indiferente, recogiendo las copas de vinos medio vacías, hasta que cae al suelo y los cristales rotos se le clavan en el pecho. Los adultos presentes son incapaces de reaccionar, y además no pueden conducir. Y son sus hijas las que la trasladarán al hospital.



A partir de este incidente, el hijo mayor y la amiga acudirán a la Mandrágora para cuidarla. Y allí se irán precipitando en aparente calma situaciones a través de las que Martel va descifrando sus conflictos psicológicos y pulsiones internas. Las heridas en recuperación de Mecha, la nariz ensangrentada del hijo pródigo tras una pelea con el novio de la sirvienta indígena de la casa, la obsesiva fijación de otra de las hijas con esa chiquilla desconcertada, o la compulsiva limpieza corporal de la otra hija adolescente- esa otra agua sanadora-, componen un rompecabezas doloroso de sentimientos y tristezas intensamente desasosegante, que nos conducirá a un trágico incidente final – impresionantemente ejecutado para mi el plano en cuestión-.
Y entre toda esta desazón encubierta, las noticias repetidas en la televisión de una aparición mariana. La virgen que la hija triste tras la marcha de Isabel contará a su hermana que ha ido a ver cuando desaparece. Tenemos la certera impresión de que miente. Y en este punto exacto la pantalla se funde a negro y las respuestas se quedan suspendidas en nuestras cabezas. Sin duda, esta película es una propuesta comprometidamente creativa, y radical en el fondo y en la forma, que comenzó a poner en valor el discurso artístico singular de la que para mi es una de las creadoras más talentosas del Cine contemporáneo.

“Magnolia”, Paul Thomas Anderson (1999).
Han pasado más de viente años, y esta película, la tercera de su aclamado director, que venía de triunfar con la igualmente espléndida sátira de la industria norteamericana del cine porno de los años 70s “Boogie Nights”, permanece indiscutible en mi opinión como la obra maestra de Anderson. Inmensa, intensa, y considero que compulsivamente desasosegante.
Mediante el relato de nueve vidas en el transcurso de un día en el Valle de San Fernado, California, Anderson compone un crisol poliédrico de emociones con un denominador común: el dolor por el amor perdido o traicionado, muy especialmente entre padres e hijos. Pero además, en un prólogo previo e inconexo, por medio de las accidentales circunstancias de una venganza enmascarada o de un suicio-asesinato, nos advierte sobre otra de las claves de su propuesta: las casualidades más rocambolescas se encuentran recurrentemente en el devenir cotidiano.



Earl Partidge (un enfermo Jason Robards, que murió unos días antes del estreno del film) es a su vez un productor de televisión moribundo de cáncer que le pide a su cuidador Phil (el imprescindible de Anderson, el talentoso sin par, Philip Seymour-Hoffman) que encuentre al hijo que abandonó y que no lleva su apellido, aprovechando la ausencia de su esposa Linda (Julianne Moore), mucho más joven que él, y profundamente afectada por la pérdida inminente, a sabiendas de que ella se opone. Frank T.J Mackey (Tom Cruise) es un gurú del empoderamiento masculino más ridículo (impagable, el personaje que compone Anderson, en el que es el papel de su vida de Cruise), incapaz de contender su ira ante una periodista que pregunta demasiado sobre su infancia traumática. El presentador adúltero de un popular quizshow, que enfrenta a adultos con niños, Jimmy Gator (Philip Baker Hall) también está enfermo, y desea reconciliarse con su hija Claudia (Melora Walters), cocainómana y depresiva, que debido a las denuncias de sus vecinos por el volumen de la música y algún grito incontenible, recibirá la visita del acomplejado agente de policía Jim Kurring (John C. Reilly). Y por último, un vendedor despedido y con una obsesiva fijación con su dentadura (¿o es por su sexualidad no aceptada?) vive atrapado en su pasado como el niño sabelotodo Donnie Smith (William H. Macy) del mismo programa, en el que en la actualidad hay un nuevo niño con ese mismo perfil.



Con semejante amalgama de situaciones vitales en conflicto, inicialmente inconexas, Anderson compone una narración coral prodigiosa, sobre un guión que sería la envidia de Billy Wilder, milimétricamente facturada en largos y acelerados travellings, o en planos cercanos y pausados de sus personajes, capturando sus sentimientos de una manera que sobrecoge al espectador. Esas vidas en crisis se desarrollan ante nuestros ojos con una apabullante frescura, balanceándose entre el dramatismo más expresivo, y el humor tragicómico más descarado. Un juego coherente y convincente de contradicciones aparentes tan bien ejecutado, y tan clamorosamente interpretado por el elenco actoral, que su impactante final, nos parece una natural conjunción de esas casualidades de la vida que por muy extrañas que nos puedan parecer, ocurren constantemente. Una repentina lluvia de ranas impedirá un suicido, provocará el accidente de la ambulancia que lleva a Linda al hospital tras un intento de suicido sola en su coche, salvará a Donnie de las malas consecuencias de una mala decisión, o devolverá a Jim su pistola pérdida.



Hay unos cuantos momentos que me impresionan profundamente a lo largo de estas horas tempestuosas. La escena de la Moore frente al farmacéutico desconfiado por el coctel molotov de medicamentos y opiáceos que pretende adquirir. La incomodidad iracunda de Cruise frente a su entrevistadora. El nerviosismo convulso de Melora Walters cuando recibe la visita del agente de policía. Las febriles confesiones de culpabilidad del moribundo Jason Robards. O el angustioso reclamo de amor del chaval del concurso hacia su padre explotador que no le quiere. Y sobre todo, la canción compartida de Aimee Mann, canturreada por cada uno en su intimidad, en una suerte se coro emocional que los une en la distancia antes de la resolución de la historia. Me toca el alma.
“Magnolia” me parece una obra esencial del Cine contemporáneo. Una joya intemporal y trascendente que nos coloca ante las grandes cuestiones de la existencia humana. Cine con mayúsculas.

“Lost in traslation”, Sofia Coppola, (2003).
Otra película imprescindible para mi del desasosiego vital que nos corroe en este misterioso cruce de milenios, es la obra cumbre hasta la fecha de la directora norteamericana Sofia Coppola. Porque no todo el desasosiego se manifiesta de la misma manera. Algunas veces es aparente contemplación intranquila de la vida. Es soledad e insomnio en una suite de lujo de un hotel de Tokyo. Es crisis vital y es constatación del desamor en nuestra vida.
Como soy muy consciente de las pasiones encontradas que concita este film, voy a aclarar desde este momento que a mi me gusta mucho, que es una de mis pelis fetiche del nuevo milenio. Y con cada nuevo visionado se consolida la sensación de que es una peli especial, un poema visual de desamor postmoderno, que se continuará contemplando con la misma emoción dentro de muchos años.



Lo que se pierde en la traducción, esos matices sutiles, los usos culturales o los giros lingüísticos que caracterizan un idioma y un acerco cultural, y que por tanto alejan de una genuina comprensión a los ajenos, a los extranjeros, es lo mismo que se nos va escapando cuando las relaciones amorosas van perdiendo complicidad y ritmo. Y la escenificación de esta historia en la macrourbe japonesa por antonomasia, una de las que más sugerentes del Sudeste asiático para el observador occidental, a mi se me antoja como una hermosa metáfora de la incomunicación, de la dificultad de entendimiento entre las personas, tanto como de la fascinante atracción que nos despiertan los que reconocemos como diferentes a nosotros mismos.
Porque es una evidencia indiscutible que los dos protagonistas de Coppola, Charlotte, la Scarlett Johansson más hermosa, sexy y encantadora de toda su carrera para mi, y Bob (Bill Murray), son dos personas a las que separa un abismo de edad, madurez personal, experiencia y periodo vital. Ella es una mujer joven con inquietudes creativas y artísticas que está constatando el fracaso de su matrimonio con un famoso fotógrafo de gente famosa, que más tarde descubrirá que la engaña- hay que recordar que la misma Coppola se ha referido a las similitudes de Charlotte con ella misma cuando estaba casada con Spike Jonze-. Y él es un hombre de avanzada madurez, estrella de cine en declive, que mantiene una relación demasiado desapasionada con su esposa y sus hijos.
Es esta una película de instantes, de sensaciones, de momentos mágicos que nos van adentrando en el sentir de estas dos personas, en la línea intimista que suele practicar esta creadora. También es una peli de esteticismos preciosistas que a mi me encantan, de colores fríos y fluorescentes, que enmarcan muy ilustrativamente el espacio físico y emocional en el que se mueven sus personajes.



Me encanta también su inolvidable inicio, con un plano cercano del culo precioso de Scarlett Johansson en bragas de lo más cómodo y funcional, y sobre el que aparece el título, mientras la pantalla se funde a negro. A continuación una voz en off nos da la bienvenida a Tokio, y seguidamente vemos las calles de la capital japonesa, iluminando la noche, a través de los cansados ojos de Bob. Como me encanta la inevitable vis cómica que Bill Murray despliega en las sesiones de grabación del anuncio de coñac -por cierto, también inspirados en la intimidad de la autora, que guardaba recuerdos infantiles de los viajes de papá Coppola a Japón con parecidos menesteres-, en sus momentos de intimidad deprimida, muy en la línea de su colaboración con Jim Jarmush en “Broken Flowers”-, o en el ascensor del hotel, sobresaliendo por encima de oriundos más bajitos. Y qué decir, para una melómana comme moi, de su banda sonora cuidadosamente seleccionada. ¡Y ese karaoke nocturno, interpretando cada cual su canción! Ella, “Brass in pocket”, de The Pretenders, emulando a la maravillosa Chrissie Hynde. Él, “More than this” de Roxy Music, -ésta es más difícil-.
Pero por encima de todo, está el romanticismo irredento, ese deseo latente, que impregna suavemente estos fotogramas. ¿Un romance no consumado, o una amistad entre dos desconocidos que se conectan? Yo creo que es más bien lo primero. Porque, ¿no es muy real, no hemos vivido casi todas un enamoramiento fascinado por una persona con la que sabemos que no existe ninguna posibilidad de futuro? Eso también es amor. Autoconocimiento y evolución personal. Y a nuestros protagonistas puede llevarlos a la necesaria ruptura y a la valoración madura de lo que sí se tiene. O no. Nunca lo sabremos. Como no sabremos qué es lo que Bob le susurra a Charlotte en esa despedida antológica, en medio de las calles atestadas, con «Just Like Honey» de la banda escocesa The Jesus and Mary Chain atravesando nuestros oídos hasta llegar al fondo del corazón.
Una secuencia final que forma parte de la educación sentimental de mi generación. Para mi, sublime e inolvidable -nunca consigo que un nudo de emoción no se haga fuerte en mi garganta-.

«Festen»/»Celebration»/»Celebración», Thomas Vinterberg (1998).
Ahí estábamos, apurando los últimos años del milenio, y la rebelión llegó del frío. Nuestro protagonista en este particular recorrido por creaciones desasosegantes y el inefable Lars Von Trier pretendían perpetrar una nueva renovación del arte cinematográfico. En la estela de las ya lejanas nuevas olas que habían evolucionado sin retorno las formas de narración y expresión en el universo cinéfilo, estos dos creadores daneses presentaron su Dogme’95, un tratado teórico cuyo objetivo era despojar al cine de los accesorios innecesarios que estaban lastrando su autenticidad, para retornar así a la genuina esencia del invento. Localizaciones y sonido reales, sin bandas sonoras que distorsionen la captación de la narración pura y directa. Cámara en mano para contar historias que se sustentan en las interpretaciones y en la trama, sin pos-producción, efectos ópticos ni cualquier otro efecto especial basado en los avances tecnológicos. Cine desnudo, auténtico y combativo, en su forma y en su fondo.
Y esta película que gira en torno a la celebración familiar del sesenta cumpleaños de un respetado patriarca danés fue ungida para inaugurar el movimiento. ¡Y qué película! He de confesar que a mi la propuesta, en aquellos años tiernos de experiencia y ansiosos de conocimiento, me impactó. Y corrí a ver todas y cada una de sus manifestaciones. De Von Trier, por supuesto. Y también de este creador, que acredita producciones de alta calidad como «La caza», o la reciente «Otrao ronda», aunque en mi opinión no ha vuelto a alcanzar la brillantez de su opera prima.



Aunque podemos hablar de coralidad concentrada, -obviamente, todos los miembros de esta familia se van reuniendo en la casa señorial de los padres-, Christian (Ulrich Thomsen), el primogénito, el más sosegado y equilibrado en apariencia, que tenía una hermana melliza, se va a erigir en el motor narrativo y trasgresor en contra de la hipocresía social y los secretos insoportables de su estirpe. Creo que a todos los que nos acercamos a la peli, nos quedó grabado en las entrañas ese tintineo con un cubierto en su copa, que precede a cada una de las impactantes revelaciones ante el resto de invitados de este hombre roto que busca irreprimiblemente la redención, en una reiteración narrativa eficaz en su efecto sobre el espectador, a la que siempre siguen también las salidas para la distensión y los retornos al escenario central, la gran sala del comedor, muy en la línea del Buñuel de «El ángel exterminador».
Antes de estos momentos culminantes, pero repetitivos y desesperantes en nuestras miradas, Vinterberg nos ha ido presentando al hermano menor, Michael, un hombre histérico, agresivo con su pareja, fracasado para su familia. Como también a la otra hermana, Helen (Paprika Steen), una mujer dependiente de unas pastillas que nos podemos imaginar sobre qué actuan, emparejada esta vez con un hombre negro- y Vinterberg introducirá por esta vía su crítica al racismo social de su país-, obsesionada con las señales, las marcas reveladoras del enigma, que su hermana muerta había dejado en diversos rincones de la casa. La hermana ausente, la querida melliza de Christian, se suicidó en la bañera del cuarto de baño de la habitación donde le ha tocado dormir.
Y como colofón, una desconcertante alianza de los sirvientes de la casa con el plan de Christian, el cocinero amigo de la infancia,, la camarera amada -impresionante el juego de equívocos que ensaya Vinterberg con el baño de esta mujer viva y vitalizadora, -lo veremos-, y el supuesto suicidio de la hermana muerta-, que resultará crucial en el devenir de los acontecimientos. ¿El pueblo, la clase trabajadora, también quiere justicia?
Una peli atravesada de drama y tragedia personal y familiar, de irreverente humor negro reconfortante, a la vez que inquisidor contra los ocultamientos mortíferos. Una extraña alquimia que en mi opinión merece un lugar destacado en este universo del desasosiego en el Cine postmoderno. A mi me gustó mucho entonces. Y vista de nuevo con la experiencia y el conocimiento adquiridos por el paso del tiempo, me vuelve a parecer otro título a reivindicar de aquellos años.
Una tragicomedia negra y simpar.




“Familia”, Fernando León de Aranoa (1996)
Atravesando el ecucador de este recorrido que me propuse por determinadas películas producidas en aquellos años que circundaron este acontecimiento singular que es abandonar un periodo de mil años de nuestra Historia para acometer la conquista del siguiente, considero que es el momento de mirar hacia nuestra cinematografía, y ensayar un sutil viraje, para recalar en una peli imprescindible bajo mi punto de vista de estos escenarios desubicados y desasosegantes que nos contemplan. Y digo que hay que virar porque en esta sorprendente creación, opera prima además de su prestigioso autor, el humor, la ironía punzante y el sarcasmo vitalista la convierten en una experiencia genuinamente divertida para el espectador. Y lo destaco para que quienes la tengan pendiente le pongan remedio, porque van a pasar un rato tan desconcertante, como desternillante (al menos así es siempre para mi).
Siento una sincera admiración por León de Aranoa, nacido por cierto en mayo del 68 – no sé si es una señal, pero me parece un dato curioso-. Un creador que ha convertido en su sello de identidad la mirada hacia las realidades de personas afectadas por las desigualdades socio-económicas estructurales de las sociedades llamadas ”desarrolladas”. «Barrio” (1998) y “Los lunes al sol” (2002), con la que obtuvo el reconocimiento masivo -inolvidables los parados encarnados por Javier Bardem y Luis Tosar-, también «Princesas» (2005), su impagable retrato de la lacra de la prostitución, además de sus documentales “Caminantes” (2001) e “Invisibles” (2007), en coautoría con creadores como Isabel Coixet o Wim Wenders, entre otros, así lo acreditan. Pero en esta obra inaugural prefirió contarlos sobre un mal decididamente interclasista en estas comunidades supuestamente avanzadas, la soledad.


¡Pero qué manera más rabiosamente original de hacerlo! Una mañana de un día cualquiera en el hogar de una familia con tres hijos -siendo justos no es un día cualquiera, es el cumpleaños cincuenta y cinco del pater-. Son las diez menos diez y Santiago (un absolutamente inconmensurable Juan Luis Galiardo) espera pacientemente en su cama a levantarse, a la espera del desayuno especial, las sorpresas y los regalos que seguro que le han preparado su mujer Carmen (una Amparo Muñoz recuperada para el cine que está también francamente brillante) y sus tres hijos Carlos (Juan Querol), Luna (Elena Anaya -me resulta especialmente graciosa esta adolescente cabreada que compone la joven actriz-) y el benjamín Nico (Aníbal Carbonero), un chiquillo gordito y con gafas, que a su padre no le va a gustar. La secuencia en la que, estando todos reunidos a la mesa para desayunar, -abuela incluida, que narra con verdadera convicción el costoso parto de su primogénito, junto a una anécdota casi existencialista sobre la primera palmada que recibió su bebé-, Santiago muestra su descontento con ese niño “que no se parece a mi, lleva gafas y además está gordo”, los divertidísimos comentarios en torno al problema planteado, y los infructuosos intentos del chaval por parecer convincente en su disgusto y llanto -“te quiero, papá-, me provocan unas carcajadas culposas absolutamente recomendables para aprender a reírse convenientemente de la vida. Y también despeja nuestras dudas sobre la extrañeza que los erráticos comportamientos de los diferentes miembros de esta familia nos han suscitado en estos primeros diez minutos de metraje: Santiago ha contratado a una compañía de actores y actrices para que interpreten a su familia el día de su cumpleaños.
Con semejante nivel de impacto argumental, con el descubrimiento del quid de la cuestión de forma tan temprana, se podría presuponer que el ritmo narrativo se va a resentir. Pero muy al contrario, León de Aranoa despliega un logrado juego de equívocos, en la actitud de Santiago, que sorprende, incomoda -la conversación con su interpretada hija Luna, efectivamente la más molesta y desconcertada de todo el “elenco actoral” con la extraña contratación, sobre su vida sexual es inolvidable- a los interpretes de su vida. Como introduce de manera brillante ese segundo nivel vívido de relaciones reales entre la pareja que componen Carmen y Ventura (Chete Lara), jefe de la compañía, que se ha reservado el rol de hermano de Santiago. También respecto a Sole (Agatha Lis), actriz hermana de Carmen que interpreta a la mujer de Ventura, y de la que desconfía por inseguridad y celos. Por no hablar de la incestuosa relación de los hermanos adolescentes o la impagable transformación de Nico en el hijo pequeño que Santiago desea. Juntos mirarán las nubes y adivinaran a qué se parecen. Como una preciosa familia.

Amparo Muñoz, recuperada para el más alto Cine por León de Aranoa, compone una actuación extraordinaria, como también lo es la de Juan Luis Galiardo.
Y para terminar de complicar la situación, recibirán una visita inesperada. Fuera de guion, vamos. Alicia, una mujer que acaba de perder un avión que la llevaba a reunirse con su amante casado, sufrirá un inoportuno pinchazo justo delante de la casa de Santiago y solicitará poder llamar por teléfono. Pero, ¿por qué oculta una rueda de repuesto en su coche? Por cierto, será ella la autora de una foto familiar para el recuerdo, en la que aparecerá reflejada en un espejo mientras la hace. ¿Otro espejismo?
Desde una perspectiva formal, este film bien podría haber formado parte del Dogma 95, si no fuera por su banda sonora que acompaña con eficacia determinados compases de la trama. Es de una factura sencilla, austera -no en vano se escenifica íntegramente en la casa ajardinada de Santiago y en su calle-. Y se sustenta casi completamente en las vibrantes interpretaciones de sus actores y actrices, siempre cuan funanbulistas, en la cuerda floja.
El desenlace de esta historia creo que debe disfrutarse sin mayores indicaciones. Solo diré que la tragedia llegará en esa aciaga noche a esta familia simulada. Y el plano de la abuela Rosa (Raquel Rodrigo) muerta sobre la mesa, cargado hasta rebosar de irónico humor negro, se me antoja casi como el ritual velatorio de un capo mafioso. Impagable.
Es interesante comprobar en este punto, que unas cuantas de estas desasosegantes historias del Cine postmoderno giran en torno a la familia y las relaciones que en su seno se desarrollan. Amamos a nuestra familia, pero también cargamos con nuestros íntimos resquemores. Parece que no andaba muy desencaminado León de Aranoa. Me quedo con el comentario, casi a modo de epílogo de Santiago, “¡Qué bien lo habéis hecho todos! Me habéis hecho sentir muy feliz. Como si fuerais mi familia. Quien dice que es mejor estar solo que mal acompañado, no ha estado nunca solo”.
Y por fin, ¡abajo el telón! Pero, ¿por qué no arranca la furgoneta?


“Being John Malkovich”, Spike Jonze (1999)
He de confesar que he dudado hasta el último momento resepecto a la inclusión de esta película en el compendio personal de películas impactantes, desasosegantes y sintomáticas de la confusión y desubicación vital de las sociedades postmodernas en ese extraño momento en el que el calendario se puso a cero. Y la razón fundamental es que la considero con diferencia la menos lograda en su materialización completa de las que componen este recorrido. Contiene una primera parte, casi hasta su ecuador, genuinamente interesante e ilustrativa de las manifestaciones cinematográficas que he tratado de recopilar aquí. Pero tiene un desarrollo final malogrado que merma su calidad.
Y aun con todo, el guion que firmó Michael Kauffman para que el prestigioso director de video-clips musicales se estrenara en la gran pantalla, atesora una frescura, originalidad y unas connotaciones vitales y existenciales de calado, que a mucha gente que conozco nos hizo caer rendidos hace veinte años. Kauffman compuso una historia surrealista, en clave tragicómica de tintes dramáticos y tono delirante, deudora de accesos secretos a mundos imaginados, como los del clásico universal “Alice’s adventures in Wonderlan”, que ningún director medianamente consagrado hubiese aceptado dirigir, pero que resultó un estímulo ilusionante para el debutante Jonze, que allá por el año 2013 sería capaz de engendrar la maravillosa fábula amorosa que es para mi “Her”.


En una ciudad de Nueva York siempre ennegrecida, tétrica por momentos, Craig Schwartz (mi estimado John Cusack), un titiritero fracasado en un matrimonio estancado en la rutina con su esposa obsesionada con los animales que con ellos conviven, Lotte (una irreconocible Cameron Diaz), decide por necesidad buscar un trabajo lucrativo. Y lo encuentra. Es contratado como archivero, gracias a su destreza y rapidez manual, en la empresa del Dr. Lester (Orseon Bean), situada en la planta siete y media del edificio Mertin-Flemmer, primer delirio de todos los que se sucederán en sus andanzas, que obviamente se encuentra casi empotrada entre las dos plantas ordinales que la circundan, con los techos muy bajos y a la que hay que acceder forzando el ascensor con una palanca de acero. Allí conoce a una compañera de trabajo, Maxine Lund (Catherine Keener), por la que se siente irresistiblemente atraído, pero que no le corresponde. Y un buen día, frustrado y deprimido, se le caerá un expediente detrás de un archivador, y al moverlo para recoger el papel se encontrará con una puertecita oculta, que se abre a un túnel lóbrego y estrecho por el que accederá al interior de la mente del actor John Malkovich. Y transcurridos 15 minutos, Craig es expulsado violentamente a un lado de la autopista de peaje de Nueva Jersey.
Ante tamaño descubrimiento, Craig siente la necesidad de contarle su extraordinaria experiencia a Maxine. Y nosotros como espectadores, quedamos perturbados. Inevitablemente nos planteamos cuestiones intensamente inquietantes. Vivir la vida de otro, dentro de su cabeza y carnalidad, que además es un ser popular y exitoso -y nuevamente sale a colación la tremenda extrañeza que debió sentir un actor consagrado como Malkovich cuando le presentaron un proyecto del que tenía que formar parte interpretándose a sí mismo y en semejantes circunstancias-, que nos puede proporcionar breves destellos de una vida envidiada por el común de los mortales. Y estas mismas cosas pasaron por la cabeza de Maxine, que decide asociarse con Craig en un exitoso negocio a 300 dólares la estancia. A partir de ahí, las sucesivas “ocupaciones” de Lotte y de Craig en el cuerpo y alma de Malkovich, mientras mantiene relaciones sexuales con Maxine, provocará un embrollo de enamoramientos cruzados y superpuestos por la ambigüedad confusa del ser amado, y de dudas transgénero de la esposa transformada, del que el titiritero saldrá peor parado que las dos mujeres. Pero también llegarán las sospechas de John y el descubrimiento del negocio organizado en torno a su canal, que él probará en carnes propias, entrando dentro de sí mismo. ¿Es eso es posible?


En esta historia la solución a semejante inquietud casi filosófica cristalizará en un submundo repleto de hombres y mujeres que solo pueden ser John Malkovich y que únicamente son capaces de pensar y decir “Malkovich” -la célebre estampa que se utilizó en la promoción del film-. El penúltimo delirio extravagante y onanista de esta trama surreal que tendrá una resolución final evidentemente complicada, donde el Dr. Lester y su sociedad secreta de ancianos que consiguen seguir vivos por medio del canal será crucial. Ahí lo dejo. Para que unos disfruten del improbable, o quizá no tanto, final, y otros lo recuerden con las contradictorias sensaciones que provoca.
Como datos curiosos, quisiera mencionar también la sorprendente participación del inclasificable Charlie Sheen, como él mismo y confidente descerebrado -muy en su papel- del desconcertado Malkovich cuando comienza a percibir las extrañas sensaciones que se apoderan de sus sentidos mientras está con Maxine, así como la presencia en cameos no acreditados de Sean Penn, Winona Rider o Brad Pitt. ¿Más celebridades de Hollywood que deseaban formar parte indirecta de esta broma infinita?
Esta es en esencia una película sobre la desesperada búsqueda del éxito, del reconocimiento de los proyectos que nos apasionan, con unas cuantas vueltas de tuerca propias del momento. Craig lo conseguirá. Pero ¿a qué precio? Renunciando a su identidad, suplantando a otro que sí lo consiguió. ¿Y cómo terminará el que puso todo su empeño y pasión en vivir y en dar vida a esas preciosistas figuritas de madera que se parecen a él, y a Maxine, pero que carecen de existencia propia?


La intrahistoria de las marionetas, representando a Craig y Maxine en una ensoñación de amor del artista artesano, introduce un segundo nivel narrativo delicado y armónico, en contraposición con el tono y la estética delirantes que define esta propuesta.

«Trois couleurs: Bleu»/»Tres colores; Azul», Krzysztof Kiéslowski (1993).
Otra película de los últimos años del milenio precedente que merece un lugar destacado en este compendio de Cine especial para mi, es el primer capítulo de esta Trilogía de color y alto calado artístico, que el director polaco disidente ya asentado en Francia, engendró estando ya él mismo también cerca del final. A pesar de su salud considerablemente diezmada, Kiéslowski atacó su ambicioso proyecto con una energía inusual, poniendo en juego su cuidadísimo estilo visual para contarnos grandes historias pequeñas, todas ellas pivotando en torno a tres potentes personajes femeninos, a partir de la emblemática consigna de la République Française, cuyo carácter político se trasciende para sumergirnos en cuestiones casi metafísicas. Cualquiera de estas tres obras me parece interesante, pero como experiencia personal desasosegante me quedo con la del color de la tristeza en la música, de la frialdad en la pintura, de la libertad reconquistada, desde la más aniquilante de las pérdidas humanas, en esta película.


Cuando Julie (Juliette Binoche, en un trabajo que te enamora y te conmueve profundamente) pierde a su hija y a su célebre marido compositor en un accidente de tráfico, decide liquidar todo aquello que le recuerda a su antigua vida y desaparecer oculta en un viejo apartamento. Semejante propuesta argumental podría haber derivado en una película insoportablemente dramática. Y de alguna manera lo es. Pero la sensación que pervive en nosotras cuando termina es la de haber presenciado un proceso de recuperación triste, como no podía ser de otra forma, pero genuinamente vital, real, cercano a la que podría ser la cotidianidad de cualquiera ante tamaña hecatombe personal. Tan desesperante, incompresible e injusto, como reconfortante. Una muy particular representación de la libertad, que es más bien un caustico relato de una prueba de vida jamás esperada ni elegida.
Para mi son inolvidables los momentos y los colores de esta película. Entre los primeros, ese dedo que acaricia el ataúd de su hija mientras retransmiten el funeral por la televisión, el patetismo realista de Julie tratando de tragarse un engrudo imposible de pastillas para suicidarse, el hallazgo y el pánico infantil, agente felino mediante, del ratón y su camada de cachorros, su difícil búsqueda de consuelo en una madre anciana y enferma, la improbable amistad con una prostituta, o el descubrimiento de la relación de su marido con Sandrine, que además espera un hijo. Y por supuesto, los baños en esa piscina intensamente azul, que es una metáfora del momento emocionalmente devastado que atraviesa. Está hundida.
Y el color azul, que nos va guiando por esta historia. En la piruleta de la hija muerta encontrada casualmente, en la habitación que parecía cerrada para siempre, y que tal vez se vuelva a abrir a la vida, en la preciada lámpara colgante, que es lo único que se lleva a su nueva casa, y en una luminosidad azulada que recorre unos cuantos fotogramas de la película.


Al final, además, una obra musical inacabada, con el potente simbolismo de la unificación europea, que enlaza a Julie con un futuro posible, y sirve al director para introducir exquisitamente, al leer, o seguir con un dedo la partitura, la envolvente banda sonora de Zbigniew Preisner. En esos momentos mágicos, la música habla por Julie. ¿Y qué nos cuenta? ¿Escribía realmente las obras de su marido?¿Encontrará finalmente su camino en la música?
Esta es una película que no he podido olvidar, que al volver a verla al cabo de los años me conmueve más si cabe -ahora soy madre-, que constituye un ejercicio artístico y humanista de excelente factura y profunda huella emocional.

“Dark City”, Alex Proyas (1998)
Otra película estrenada en los últimos años del siglo pasado, que personalmente me parece muy interesante, pero que no fue muy bien valorada por el público y parte de la crítica especializada, es este film neo-noir de ciencia ficción distópica que para mi tiene características casi de culto. Alex Proyas venía de conseguir un éxito formidable con su adaptación del mítico comic “The crowd”, protagonismo trágico mediante, del vástago aventajado del artista marcial más influyente de todos los tiempos y figura icónica de la cultura popular del siglo XX. Brandon Lee murió antes de terminar el rodaje víctima de una bala del calibre 11 mm, que misteriosamente se encontraba donde debía haber habido un cartucho de fogueo-. Tras la expectación que la película y todas las circunstancias concurrentes concitaron, el director australiano de origen egipcio alumbró una obra de muy alejado registro y originalidad subversiva.



Ya en la presentación de la peli, con sus títulos de crédito en marcha, su creador nos advierte de que vamos a presenciar una trama compleja y laberíntica, con las estampas de esos círculos en blanco cuan serpientes que giran sobre sí mismos sobre un fondo negro -y los volveremos a ver-. A continuación, una noche, en realidad estamos ante la noche más larga de los tiempos, la que nunca termina, John Murdoch (Rufus Sewell) se despierta en la bañera de un hotel, aturdido, desubicado y aquejado de una grave amnesia que le impide recordar quien es, con la excepción de fugaces retazos de un idílico y soleado lugar donde se supone que pasó su niñez, que contrastan llamativamente con la densa semioscuridad que impregna cada rincón del mundo que habita. Inmediatamente descubre que es el principal sospechoso del asesinato en serie de varias prostitutas. Y en la búsqueda de la verdad y de sus recuerdos, se sumerge en una realidad todavía más desasosegante. La ciudad es manipulada en las sombras por un misterioso grupo de seres desconocidos para todos sus habitantes llamados ‘Los Extraños’. ¿No os resulta familiar esa atractiva propuesta de mundos virtuales en los que los seres humanos viven engañados en una ilusión ficticia de vida e identidad? Evidentemente, esta película tiene un estilo, un tono y un ritmo narrativo antagónico a la bomba cinematográfica que las hermanas Wakoski nos lanzaron solo un año después -“Matrix” (1999)-. Pero sin duda, pone sobre la mesa cuestiones tan subyugantes y desasosegantes como la misteriosa línea que separa la realidad del engaño ficcionado, la humanidad y esa ansiada alma -que estos visitantes ocultos tratarán de encontrar en los recuerdos-, que nos caracteriza y nos singulariza como individuos frente a otras formas de vida autómatas y generalistas – y en este sentido, es inevitable reconocer la influencia de extraordinarias propuestas previas de cuestionamientos similares, como mi adorada “Blade Runner” (1982)-.



A Sewell le acompañarán en su aventura, respecto a la que pronto quedará erigido como el referente esencial de esta lucha emboscada entre las personas y “los ajenos”, a imagen y semejanza de “El Elegido”, su mujer -o quizá no lo es-, de la que se había separado por una supuesta infidelidad de ella, una preciosa y solvente Jennifer Connelly, y el inspector de policía encargado de la investigación de los asesinatos (William Hurt). Sin olvidar al Dr. Daniel P. Schreber (Kiefer Sutherland), el único conocedor del misterio y colaborador forzado y necesario.



Pero en mi opinión, lo que eleva esta película al terreno de los films especiales, es la deslumbrante, sombría, desasosegante y cuidadísima puesta en escena de Proyas. Con una estética en la mejor tradición del noir clásico, donde los trajes masculinos, vestidos o vehículos parecen sacados de una película de los años 40. Donde la mujer interpretada por Connelly canta en un garito nocturno como la mejor pin-up que podamos imaginar. Y el inspector trabaja en una oficina insalubre, en las calles infestas y en los apartamentos de saldo más emblemáticos del género. Pero además, hay un lugar bajo los pies, de evidentes reminiscencias futuristas en la mejor ciencia ficción clásica -dícese “Metropolis”-, que es el contrapunto irreal a esta pseudopesadilla filmada. Y por supuesto, todo lo descrito está rodeado y atravesado de oscuridad, en tonalidades frías, neones y algún rincón repleto de luz. No puedo dejar de mencionar una de las carencias que se le han venido achacando al film, y es su enrevesado y por momentos confuso desarrollo narrativo hacia el tercio final de metraje. Pero aun con todo, me parece otro título a reivindicar de aquellos años, que resultará especialmente apreciable para los amantes de la ciencia-ficción negra.


“2046”, Wong Kar Wai (2004).
2046 fue el número de una habitación de hotel en Hong-Kong. También es el número de la habitación que Chow intenta alquilar años después en Singapur -un dramático suceso se lo impide, pero muy pronto será ocupada por su nueva vecina-.
En el plano temporal, tan esencial en la elaboración artística de este creador, un narrador omnipresente nos informa además de que en 2046 una amplia red de ferrocarriles se extiende por la Tierra. De vez en cuando un misterioso tren conduce a sus pasajeros hasta 2046, donde esperan poder recuperar la memoria perdida. Nadie puede asegurar que así sea, porque nadie ha regresado jamás. Excepto Chow. Y cuando le preguntan por qué regresó, sus esquivas respuestas aluden a una tradición pasada. Cuando alguien tenía un secreto, subía a una montaña, buscaba un árbol, hacía un agujero en él, y susurraba el secreto.
Como él mismo nos cuenta, Chow susurró el suyo una vez a un árbol en un célebre templo hinduista en Camboya. Se había enamorado y se fue a 2046 pensando que aquella mujer amada podría estar allí, esperándolo. Pero no la encontró. Y no puede dejar de preguntarse si ella lo amaba o no. Nunca lo ha averiguado.



La tercera entrega de esta trilogía ambientada en el Hong-Kong sesentero, que Wong Kar Wai inauguró casi tres lustros atrás con “Āfēi Zhèngzhuàn”/“Days of being wild” (1990), y que alcanzó sin duda una de las más altas cimas del Cine postmoderno con mi venerada -¿puede una enamorarse de una película?- “Fa yeung nin wa” (literalmente “La magnificencia de los años pasa como las flores” )/“In the mood for love” (2000), resulta ser nuevamente otra poética y desgarradora reflexión sobre los misterios insondables de la existencia humana.
A nivel técnico nos volvemos a encontrar con los característicos y universalmente aclamados recursos estilísticos de este autor: movimientos de cámara hiperralentizados que dejan a sus protagonistas suspendidos en el tiempo ante nuestra mirada, iluminación de una expresividad conmovedora, preciosista fetichismo visual en el retrato de los ajustados interiores de los hoteles, de los objetos que los decoran o de los vestidos y los zapatos de las mujeres, con esos colores repletos de sensualidad. Y desde luego acompañamiento musical absolutamente prodigioso en la transmisión de la emocionalidad de sus personajes.
Si en la historia precedente de Chow (Tony Leung ) y Su Lizhen (Maggie Cheung) vivíamos con ellos la posibilidad real del amor, la consecución tangible de la felicidad, que se va diluyendo frente a nuestras miradas con cada gesto esquivo, con cada desencuentro inexplicable e inevitable a la vez, en esta continuación el director hongkonés pone el acento muy especialmente en las huellas insuperables del pasado, en las marcas que el transcurso del tiempo vital nos va dejando grabadas a fuego en el corazón, y en el recuerdo que vamos construyendo. Chow ya no es el hombre enamorado que anhela el amor de la mujer de otro hombre. Es el hombre desesperanzado, el mujeriego solitario, que se ha negado para siempre la vida afectiva con una mujer. Y así lo veremos, en relaciones de áspera frialdad, que tal vez solo existan en sus pensamientos, con Bai Ling (Zhang Ziyi). También con cierta cándida ilusión juvenil con Wang Ping (Faye Wong), la hija de su casero enamorada de un joven japonés al que su padre rechaza por su origen étnico. O finalmente con la que apodan la Araña Negra (Gong Li), jugadora de cartas profesional, que un día le dice su verdadero nombre. Se llama Su Lizhen.


“Todos los recuerdos son surcos de lágrimas”. Así introduce Wong Kar Wai el rechazo, otra vez, de la que comparte nombre con la mujer que Chow amó, juego de azar mediante. En consecuencia volverá a Hong-Kong, como en aquella ocasión había huido a Singapur. Aunque después de ese beso sobrecogedor de despedida, que nos regala a su vez la hermosa imagen del rostro de Gong Li con el rojo del pintalabios corrido circundando sus labios, y de ese deseo por fin expresado -”cuando olvides tu pasado, ven a buscarme”-, nuestro protagonista se da cuenta de que en realidad se estaba hablando a sí mismo, buscaba en ella su antiguo amor. Y eso no se puede encontrar.


La estructura narrativa de esta historia, un rompecabezas disruptivo a nivel temporal, queda así dolorosa e irremediablemente conectada con el universo cinematográfico construido por Wong Kar Wai en “In the mood for love”. Pero en esta nueva etapa del periplo vital relatado nos encontramos con un plano argumental superpuesto. Para mi un mundo imaginado, en esa ciudad futurista 2046, con formato casi “anime” que recuerda nuevamente a “Blade Runner”, y que se erige en la conciencia personal de Chow, en su íntimo pensamiento y psiquismo. O tal vez esté equivocada. Tal vez en un futuro no tan lejano preciosos androides manufacturados a imagen y semejanza de los humanos puedan proporcionarnos esos amores que no pudieron ser. Aunque aún habrá que solventar algunos fallos de sistema, esas reacciones emocionales retardadas, que hacen correr una lágrima demasiado tiempo después.
A mi parecer, esta es una película hermosa, poliédrica, de una riqueza sensorial y emocional que la hace trascendente, a la vez que personalísima en su interpretación por cada espectador. Es un poema visual y musical. Y sin duda, es también Cine profundamente desasosegante.

© Maria Verchili Martí.
Qué grande eres María. Todas las he visto, y tus análisis ensanchan y mejoran el recuerdo que me dejaron. Gracias!!
¡Muchas gracias, Luisa! Eres muy generosa. Son pelis muy de nuestra generación, creo que yo, que conocimos de manera contemporánea a su creación. Yo creo que esa circunstancia siempre es relevante en el recorrido personal y el mapa vital. Y me da mucha alegría coincidir y que disfrutes de mis impresiones. Gracias también por tu tiempo. Un abrazo
María, repito lo que ya te he dicho 😁: muy buen catálogo de ese cruce de milenios, las he visto todas menos «Exotica». Todas muy buenas, aunque yo tengo una especial predilección por «La ciénaga» y por «2046». Un placer, como siempre, leerte.
Gracias siempre por el interés. Probablemente, esas dos sean las más brillantes con «Magnolia». Todas fueron pelis de las que descubres contemporáneamente en juventud, de cineastas bastante cercanos generacionalmente. Por eso tienen un significado especial para mi. «Éxotica» es una peli especial. yo creo que si la ves, te va a gustar. Muy inquietante.
Una selección inquietante de películas que exploran el abismo que atrae al ser humano hacia su autodestrucción. Felicidades María
Muchas gracias Francisco.Es una selección de pelis contemporáneas a mi momento personal de descubrimiento, que me parecen muy generacionales, y muy ilustrativas de tendencias sociológicas.
Muy buena entrada. Vistas todas excepto las dos primeras. Algunas son las mejores de sus respectivos directores, así que de acuerdo contigo en que Magnolia es la obra cumbre de Anderson y que Lost in Traslation es la mejor de Sofia Coppola (aunque fue y es muy discutida).
Saludos
Hola Ethan. Muchas gracias por el comentario y por el interés. Estamos de acuerdo con PTA y Sofia Coppola. Las dos que no has visto «Exotica» y «La ciénaga » te las recomiendo. Tanto Atom Egoyan hace más tiempo, como Lucrecia Martel hasta bien recientemente, tienen una obra y una mirada muy interesantes. Esas dos pelis me parecen magníficas. Veo que también tienes un espacio de análisis de Cine. Encantada.