Un análisis en “Bring me the head of Alfredo García” de Sam Peckinpah (1974).

“Espero que lo estés pasando bien con ella.
Yo la amaba”.
Comienzo con una letanía de resentimiento por el amor perdido, atribuible al común de los mortales en alguna etapa de nuestra vida. La singularidad de esta amarga proclama cinematográfica que hoy quisiera recordar, radica en su destinataria, la cabeza de Alfredo García -un más que magnífico McGuffin-. Una vez más, el inefable -mujeriego, alcohólico, cocainómano, desquiciado-, aquel que era capaz de agotar sin remedio la paciencia del más pintado, consiguió despertar en mi el más genuino amor por el Cine como experiencia artística y vivencial.
Sam Peckinpah, el poeta maldito de la violencia, el rebelde por ninguna causa, el auto-marginado, el que convertía los rodajes en orgías de drogas y mujeres con unos cuantos correligionarios que le seguían el juego con devoción, consiguió por fin una más que destacable condición, teniendo en cuenta su legendaria conflictividad con el apartado de producción a lo largo de su trayectoria. Un año después de otra de sus cimas, por méritos cinematográficos y musicales, “Pat Garrett and Billy the Kid” (1973), tenía el control absoluto del montaje del film. Por esta razón, me atrevo a plantear que esta puede ser considerada su película más personal, más auténtica, más confesional.
Peckinpah ataca una vez más una de sus historias de perdedores, con casi todas las opciones agotadas en la vida -¿como él mismo?-. Pero considero que en este film habitan elementos singularmente distintivos. En primer lugar, su personaje femenino, Elita (Isela Vega), es inusualmente protagónico y esencial en el transcurso de la narración. Una buscavidas mexicana, como su partenaire gringo, Bennie (un Warren Oates, viejo conocido del director, que para mi está maravilloso), a la que tampoco le quedan muchas oportunidades. En mi opinión, ella es el motor que conduce a Bennie, el fracasado y exiliado animador en tugurios de mala muerte. Por ella está dispuesto a asumir un último reto vital casi suicida. Pero es que, además, Elita representa esa esencia libertaria frente al encorsetamiento moral, ese último refugio que el creador solo podía ya encontrar al otro lado de la frontera. Como también, en el lado menos complaciente, esta mujer condensa esa superioridad colonialista que el Imperio de las Barras y Estrellas ha ejercido siempre sin miramientos sobre sus vecinos del Sur.
En este sentido, tampoco puedo obviar que el metraje arranca con otra mujer, con esa bucólica estampa de una muchacha embarazada, serena, sentada al borde de un río, que es abruptamente compelida para acudir ante su padre, “el Jefe” (otro compañero de farras de Sam, el actor y director mexicano Emilio Fernández). Allí no podrá resistir el dolor de la tortura que se ejerce sobre su cuerpo gestante -Peckinpah recurre con acierto a la elipsis visual, sustituyendo la imagen por un grito desgarrado de dolor-, la primera expresión de la violencia sobre el cuerpo de una mujer, entre unas cuantas, y confesará. La suerte está echada. El padre capo, ansioso de venganza, se pronuncia. “Traerme la cabeza de Alfredo García” -millón de pesos, mediante-.

Una mujer muy joven Teresa (Janine Maldonado) está recostada sobre la hierba al borde de un lago.




El muy elaborado azar construido por Peckinpah, propiciará que nuestro protagonista se cruce con los sicarios en búsqueda. Su presentación no puede ser más ilustrativa de su periplo vital, “No se puede perder siempre”, ni más violenta nuevamente contra las mujeres, -la agresión brutal, deshumanizadora, de esos yanquis sin escrúpulos sobre una de las prostitutas mexicanas que se les acercan buscando el sustento, resulta intensamente perturbador-. Pero será la mujer que ama, Elita, quien le regalará el último boleto ganador. Conoce el paradero del que una vez fue su amante.



Y juntos se sumergirán en un viaje radical al México más profundo, alejado de los centros de entretenimiento yanqui, donde Bennie es un intruso absoluto, donde anidan la miseria y la carestía más dolorosas. Y la puesta en escena del norteamericano se volcará con devoción en la fisicidad pegajosa del sudor en los cuerpos -también en la sensualidad desnuda de Elita-, en la suciedad ruinosa, en la sequedad polvorienta de la tierra desértica, y en la potencia magenta de la sangre marca de la casa. También en la fotografía y la coloración, tan expresivas e identificables con la década de producción.
Como siempre, la legendaria plasmación de la violencia de Peckinpah alcanzará su cenit en el tramo final del film. Pero, además, quisiera volver a dirigir la atención hacia una vertiente esencial en el análisis que me propongo, la plasmación de la violencia en el cuerpo de las mujeres como en un campo de batalla, queda en mi opinión ilustrativamente condensada en la construcción vertebral de la película. Así, en la noche infinita del desierto, donde los dos aventureros se disponen a pasar la noche, asistiremos también a un conato de violación, expresivamente narrado -y con otro de los colegas del director, Kris Kristofferson, como protagonista-, por medio de un ritmo tensionado, que parece arrastrar sin salvación a los protagonistas hacia la agresión y la humillación, respectivamente. Y nuevamente considero que la posibilidad del abuso está intrínsecamente vinculado al dualismo pobreza-riqueza imperialista. Sin embargo, contra todo pronóstico, Peckinpah pone en valor a su perdedor, que se vuelca en evitar la tragedia. Y lo consigue. Un gesto de redención hacia sus amantes que no se volverá a repetir. Aunque, durante la noche siguiente, ya instalados en un cochambroso hotel local, nos regale uno de los instantes más genuinamente auténtico de la intimidad entre estas dos almas desesperadas. Elita desnuda en la ducha, tratando de recuperarse una vez más de los golpes de la vida, mira a su compañero con un abismo de temor en los ojos negros, y él le dice por primera vez que la ama.



Desde una perspectiva complementaria, además, la colisión cultural inherente a los dos personajes y a la historia en general, nos muestra dos mundos divergentes, desde una mirada, la de Peckinpah, que combina para mi un punto de vista inevitablemente etnocéntrico, con un cierto relativismo cultural -no podemos olvidar que la idiosincrasia cultural mexicana no le era del todo ajena-. En primer lugar, Peckinpah nos adentra en la realidad socio-económica mexicana, por medio de ese sombrío pasaje en el cementerio donde está enterrado Alfredo García, y de esa plañidera procesión por la muerte de un niño, pudorosamente resguardado de nuestras miradas en un ataúd de pequeñas dimensiones, que transmite la tragedia cotidiana de la podredumbre extrema. Y por descontado, en una de las secuencias más impresionante y dolorosamente metafórica del film, el norteamericano nos cuenta de profanaciones inasumibles para la tradición católica que Elita representa. Pese a sus reticencias, finalmente accede a acompañar a su amante en la tarea de desenterrar el botín. Pero nuestros protagonistas son sorprendidos en la oscuridad de la noche por los malhechores a la caza de su recompensa. El punto de vista narrativo aquí se esfuerza por colocarnos en la piel de Bennie, en su íntima psique. Tras el golpe recibido y la pérdida de consciencia -fundido a negro-, se despierta para encontrar muerta a la mujer que ama, y la saca entre lamentos de la misma tumba que habían empezado a cavar, que iba a ser la llave de su ansiada fortuna, para convertirse en el más trágico de los infortunios. Elita ha sido asesinada. Y por supuesto, se han llevado la cabeza de Alfredo García.



A partir de aquí, ahora sí, el ritmo narrativo del film se desquicia en una persecución final que implica a todos los contendientes, y que nos conducirá a la única secuencia de proyectiles cruzados y muerte magenta a borbotones marca de la casa. Tras su pasajera victoria, Bennie, pertrechado tras sus sempiternas gafas de sol negras- por lo visto, aportación de Oates-, se hace por fin con la cabeza, y comienza un soliloquio alucinado y confesional -casi como si el propio Sam nos quisiera contar-, del que brotarán entre otras las palabras amargas con las que introduje estas reflexiones -es especialmente destacable la toda secuencia en la que el caza-recompensas aficionado para en una fonda para refrescarse, y tiene que lidiar con la sorpresa de un chiquillo al curiosear en el interior de su vehículo y localizar el extraño paquete-. Aquí también es imprescindible destacar la utilización del sonido incidental, de los golpetazos siniestros del cráneo putrefacto y asediado por las moscas contra las paredes del vehículo desvencijado, que dota al discurso narrativo de una expresividad mordaz.
Nuestro héroe, enloquecido de pena, consigue llegar al final del camino, a la fortaleza desde la que arrancó la narración. Allí en un escenario plagado de mujeres vestidas de negro, mujeres tristes, abatidas, encorsetadas en un rol secundario y pasivo, está también la joven madre, significativamente vestida de blanco, con el fruto de su deshonra entre los brazos. Y será la revuelta incontenible de esta mujer y sus circunstancias, que desataron la masacre por aquel mandato masculino aniquilador de su libertad, la que canalizará un viraje final de potente intensidad metafórica nuevamente. Obtenido ya el botín -en menor cantidad de la anunciada, como no podía ser de otra manera-, ella será ahora la que alce la voz, la que clame por la reparación, por la venganza, “Matalo”. Y así será. La victoria de la dignidad, para ella y para nuestro antihéroe, al que solo le quedará ya una huida sin retorno hacia ninguna parte.


En mi opinión, esta magnífica película, ya a estas alturas considerada de culto, nos muestra al Peckinpah más romántico, lastimero, ávido de justicia, dentro de su impenitente sello canalla. La dignidad de su personaje, es casi la dignidad de sí mismo. Y en su camino, en base a la entidad casi corpórea, en forma y fondo, de su legendario discurso sobre la violencia, nos proporciona en esta ocasión una potente línea de reflexión histórica y sociológica sobre la realidad del cuerpo golpeado, violentado o destruído de las mujeres, como también sobre la excepción moral que siempre pende sobre la sexualidad femenina.



David Samuel Peckinpah (Fresno, USA, 1925 – Inglewood, USA, 1984) fue un director de cine estadounidense. Inició su carrera trabajando en televisión, donde escribió y dirigió varios programas relacionados con el mundo del western, como “Gunsmoke”, “The Westerne” y “The Rifleman”. En 1961 dirigió su primera película “The Deadly Companions”, a la que siguió la popular “Major Dundee” (1964), protagonizada por Charlton Heston.
Cinco años después, en 1969 rodó el mítico western crepuscular “The wild Bunch”, una de sus películas más representativas. Ambientada en 1913, tiene como protagonistas a Pike Bishop (un maduro William Holden) y su banda de forajidos enfrentados a un mundo en proceso de profunda transformación, en el contexto de la revolución mexicana. “Grupo salvaje” /“La pandilla salvaje”, como es conocida en España y Latinoamérica respectivamente, supuso el descubrimiento mundial de Peckinpah, y se convirtió en un título imprescindible del Cine norteamericano de los años 60, así como en un clásico del género. Contiene algunas de las mejores secuencias de violencia jamás filmadas para un amplio sector de la crítica especializada, con el distintivo sello Peckinpah. De esta película, se distribuyeron dos versiones, una considerada la que Peckinpah prefería, que fue a parar a Europa, y otra sensiblemente amputada para América.
Esta problemática se repetiría a lo largo de su carrera. Películas como The “Ballad of Cable Hogue”, (1970), “Junior Bonner” (1972) y “Pat Garrett and Billy the Kid”, (1973), nostálgicas reflexiones sobre el viejo Oeste y la amistad traicionada, con memorables interpretaciones de actores como James Coburn, Jason Robards, William Holden, Ernest Borgnine, Warren Oates o Ben Johnson, sufrieron recortes en el metraje a manos de las productoras. Además, también entregó tres impactantes y perturbadoras parábolas sobre la violencia como “Straw Dogs” (1971), “The Getaway”, (1972) y “Bring me the head of Alfredo García”(1974), objeto de este análisis, sin olvidar su potente alegato antibelicista “Cross of Iron” (1977).


Isela Vega Durazo (Hermosillo, México, 1939-Ciudad de México, 2021) fue una actriz, guionista, productora y directora de Cine mexicana. Comenzó su andadura profesional como modelo y cantante de boleros y de canciones de The Beatles en bares de México DF mientras tomaba clases de interpretación. En 1960 salta a la pantalla grande con “Verano violento”, y también debuta en el teatro con la comedia «Una viuda y sus millones».
En 1967, llega por fin su primer rol protagónico en «Don Juan 67», al lado del comediante mexicano del momento Mauricio Garcés, y su carrera empieza a subir como espuma. En 1972 es nominada al Ariel como mejor actriz por el largometraje «Las reglas del juego», de 1971.
En julio de 1974 aparece completamente desnuda en la revista Playboy, convirtiéndose en la primera mujer latina en aparecer en la versión norteamericana de la revista.
Ese mismo año hace su debut en el cine extranjero con la película «The deadly trackers». Aunque uno de sus momentos álgidos, llegó precisamente con el film de Sam Peckinpah “Bring me the head of Alfredo García”, por el que es nominada al Ariel como mejor actriz. Además, con esta cinta incursiona en el terreno musical profesionalmente, al interpretar y escribir «Bennie’s Song», hermosa canción que interpreta en la misma peli con su guitara.
En 1977 filma «La viuda negra», de Arturo Ripstein, compartiendo créditos con Mario Almada, y por la que gana el Ariel a la mejor actriz. En 1986, prueba una nueva faceta del Cine: la dirección, la producción y la escritura, con su película «Las amantes del señor de la noche».
Isela Vega fue una actriz muy popular en su país, convertida en un símbolo sexual nacional, y nunca dejó de aparecer en múltiples proyectos de Cine, teatro y televisión.

Warren Oates (Kentuchy, USA,1928 -Los Ángeles, USA, 1982) fue un actor de televisión y Cine estadounidense. Después de servir dos años como mecánico de aviación en el cuerpo de Marines norteamericano, regresó a Louisville para ingresar en la Universidad. Allí descubrió la actuación teatral, interpretando un rol que conocía perfectamente, el de un humilde muchacho campesino. Y se unió a un grupo teatral de la ciudad. Por iniciativa del administrador de la compañía teatral, a los 25 años y llevando 200 dólares en el bolsillo, Warren se trasladó a Nueva York buscando nuevos horizontes.
Allí trabajó en varios oficios menores para mantenerse. Conoció a Robert Culp y a Steve McQueen, otros dos aspirantes a actores. Después de unos cuantos castings, en algún momento la suerte le sonrió y consiguió un trabajo vacante en la cadena CBS, que realizaba nada menos que el entonces desconocido James Dean, y consistía en dirigir los ensayos de los participantes en el show “Beat the Rock”. Finalmente, en 1954, logró su primer papel en televisión junto a su amigo Robert Culp en la serie “Theatre Guild”, que ganó el premio Christopher Award, y sirvió a ambos actores como carta de presentación en sus carreras. Participó en papeles menores en otras series de 1956 a 1957, junto a consagrados actores.
Por su apariencia y por su acento de Kentucky, amigos y socios le aconsejaron que probara suerte en el mundo del western en Hollywood. Allí comenzó participando en la serie de televisión “Have Gun Will Travel», y continuó con unas cuantas más. En 1958 conoció al director Sam Peckinpah en la filmación de un capítulo de la serie “The Rifleman”.
En la década de 1960 participó en quince filmes más y dos películas para televisión. Destacan las películas “Ride the High Country” (1962), “Mayor Dundee” (1965), primera colaboración con Peckinpah, así como la mítica “The Wild Buch” (1969), y “In the heat of the night” (1967) de Norman Jewison. En la misma década participó también en aproximadamente una cincuentena de series de televisión, incluidas las famosas “The fugitive”, o “Lost in space”.
Ya reconocido como actor de carácter, en los años 70 colaboró con consagrados directores como Joseph L. Mankiewicz en “There Was a Crooked Man” (1970), Monte Hellman en “Two-Lane Blacktop”, (1971), John Millius en “Dillinger” (1973); Terrence Malick en “Bad lands” (1973); Philipp Kaufman en “The White Dawn” (1974); Sam Peckinpah en la pelçicula analizada en este artículo “Bring Me the Head of Alfredo García” (1974), o William Friedkin en “The Brink’s Job” (1978).



Emilio “Indio” Fernández, (Coahuila, Mexico, 1904 – Ciudad de Mexico, 1996) fue un director, actor y productor de Cine mexicano. Descendiente de un coronel revolucionario y de una mujer kikapu, de sus padres heredó un profundo sentimiento de amor por su país, así como un genuino interés por las costumbres y las creencias indígenas. Desde sus primeros años y durante toda su vida se caracterizó por una fuerte personalidad y por la reivindicación artística de sus raíces indígenas.
Siendo un adolescente, tuvo que huir del país y se enroló en las filas de la Revolución mexicana. Más tarde, ingresó en la Academia Militar y participó en el levantamiento contra el gobierno de Álvaro Obregón en 1923, pero esta insurrección fracasó y fue encerrado en la cárcel, de donde se escapó. Abandonó el país y se exilió primero en Chicago y más tarde en Los Ángeles. Allí se ganó la vida como empleado de lavandería, estibador, ayudante de prensa, y finalmente, albañil, cerca de los estudios de Hollywood, circunstancias que favorecieron su incursión en el cine como extra y doble de estrellas consagradas como Douglas Fairbanks. Sobre este periodo se ha difundido con fuerza la leyenda de que fue su escultural y aguerrido cuerpo el que sirvió de modelo para la confección de la estatua Oscar de la Academia de Cine norteamericana.
Debutó como extra en la cinta silente “Torrent» (Monta Bell, 1926) junto a Greta Garbo, y actuó en el cortometraje sonoro de coproducción México-norteamericana «Gitanos» (Chano Ureta, 1929). En 1930 tuvo una experiencia que marcó significativamente su carrera como creador. Coincidió con la llegada al país del director Sergei Eisenstein, fue a proyecciones privadas de sus películas y quedó impresionado por la forma de hacer Cine del ruso, tan diferente a la estética de Hollywood. Tres años más tarde, después de ver fragmentos de «¡Qué viva Mexico!», película de Eisenstein realizada en su país, se consolidó su propósito de hacer películas con un estilo implacable y directo, donde la exaltación tanto de la fuerza, como de la belleza de México fuera evidente.
A su regreso a México tuvo que ganarse la vida desempeñando nuevamente diversos oficios hasta conseguir un papel en la película “Cruz Diablo”, de Fernando Fuentes, a quien posteriormente asistiría en “Allá en el rancho grande”. Después logró el papel protagonista de “Janitzio”, que se convirtió en una especie de reiteración en sus obras posteriores.
En 1941, con el apoyo financiero del general Juan F. Ázcárate y el impulso de su amigo, el actor David Silva (en aquel entonces un estudiante de derecho), filmó “La isla de la pasión”, con la que debutó en la faceta de dirección. Ese mismo año viajó a Cuba donde conoció a la mujer que sería su primera esposa, Gladys Fernández, madre de su hija Adela.
En 1943 fue contactado por los estudios cinematográficos Films Mundiales. Emilio Fernández, junto con Mauricio Magdaleno (escritor), Gabriel Figueroa (excepcional director de fotografía), la estrella Dolores del Río y el actor Pedro Armendáriz, conformaría el equipo que logró los mayores éxitos de taquilla de la época. Su primer trabajo conjunto fue “Flor Silvestre”, cinta con la que Dolores del Río debutó en el Cine mexicano.
A continuación, Fernández filmó la excepcional “Maria Candelaria”, por la que fue galardonado con la Palma de Oro en el Festival de Cine de Cannes. Fernández desarrolló un estilo propio de tal influencia en la industria, que su interpretación del México rural se convirtió en un estándar el Cine mexicano y también en la imagen de México en el mundo.
En 1945, con base en la historia del escritor estadounidense John Steinbeck (que adaptó el guion en colaboración), filmó ”La perla”, una de las más importantes películas de su larga filmografía, una historia sobre la ignorancia y la miseria humana, que con la excelente fotografía de Figueroa y la dirección rigurosa de Fernández, crea una alegoría acerca de los límites de la maldad de los hombres en su codicia y el deseo de poder. Con esta cinta de nuevo trascendió internacionalmente, ganando el premio a la mejor fotografía, y una mención por su contribución a la mejor película para progresar en el Festival de Cine de Venecia de 1947. También recibió el Premio Ariel a la mejor película, mejor dirección, interpretación masculina y fotografía, así como el galardón de la Asociación de la prensa extranjera de Hollywood, y recibió un premio a la mejor fotografía en el Festival de Madrid, alcanzando el cenit de su carrera.
Más tarde vinieron las películas que consolidaron su estilo y fortalecieron su reputación en el mundo. Entre las más importantes están: “Enamorada” con la gran dama de Cine mexicano Maria Félix, “El fugitivo”, (que ayudó a realizar con el famoso director estadounidense John Ford), “Río escondido” , “Pueblerina”, con su entonces pareja, la actriz Columba Domínguez y “La malquerida”, todas ellas imbuidas de realismo y de un nacionalismo de carácter indígena y campesino, donde se demuestra su amor por el paisaje mexicano y la belleza de los rasgos indígenas.
A mediados de los años 50, las películas de Fernández entraron en decadencia. Era relegado paulatinamente por otros directores de Cine notables como Luis Buñuel. Fernández entonces retomó su faceta interpretativa, y apareció en cintas como: ”La cucaracha”(1959), “La bandida” (1963), “The night of the iguana” (1964), la magnífica película de John Huston, donde compartió créditos con Richard Burton y Ava Gardner, entre otras, hasta llegar a la película que nos ocupa de Sam Peckinpah, al que le unió una fuerte camaradería.
A finales de los años 70, estuvo preso en Torreón, después de ser hallado culpable de la muerte de un agricultor. Fue liberado tras seis meses en régimen de libertad condicional. Entonces ya se había convertido en un hombre de 74 años, silencioso y taciturno, que se negó a reconocer el ocaso de su carrera. Una vez recuperada la libertad, de vuelta a su mítica casa-fortaleza en Coyoacán, vivió en soledad hasta su muerte.
© Maria Verchili Martí.
(Artículo originalmente publicado en el blog amigo y admirado El Acorazado Cinéfilo https://www.bachilleratocinefilo.com/)