Heaven’s gate, la majestuosa puerta al infierno de Michael Cimino (1980).

La película que pasó a la posteridad como el mayor fiasco económico de la Historia del Cine, es la segunda propuesta como director de este genio indómito, denostado. marginado y varias veces renacido. Michael Cimino acababa de triunfar meteóricamente, en el contexto álgido del deslumbrante Nuevo Cine Norteamericano, con su opera prima The deer hunter/El cazador (1978) -su amigo Francis Ford Coppola le entregó el Oscar a la mejor dirección, por esta reflexión sociológica y humanista sin concesiones en torno a la herida abierta que fue la Guerra de Vietnam para sus compatriotas, adelantándose de esta manera a la magna, -excepcional para mi-, Apocalypse Now. En este estado de las cosas, recibió libertad artística total para llevar a término su muy ansiado proyecto. Y Cimino aplicó con tanto entusiasmo esta máxima, que multiplicó exponencialmente los costes de producción hasta el extremo de hundir financieramente a la United Artists, -aquel proyecto de producción en busca de la libertad artística fundado por Mary Pickford, Charles Chaplin. Douglas Fairbanks y D.W.Griffith, que había resistido sesenta años-, ya que crítica y público rechazaron frontalmente la película.

En mi opinión, este film es un monumento cinematográfico, en forma de western extraordinariamente singular, con el que Cimino dio una vuelta de tuerca demasiado violenta al género. Su tema central, el exterminio de emigrantes pobres de segunda oleada por los ganaderos terratenientes anglosajones, debió de ser demasiado para la América del año 80 del siglo pasado, que estaba en pleno proceso de inmersión en la era neocon del mal actor y peor presidente republicano Ronald Reagan. Fue calificado de marxista -¡cómo no!-. Poner en cuestión los cimientos del sueño americano le salió muy caro a Cimino. No volvió a rodar hasta cinco años después The year of dragon/Manhattan Sur (1985), un film policíaco de estimable atmósfera neo-noir, en el que la cuestión racial vuelve a estar presente.

Heaven’s gate se estructura en tres partes diferenciadas. O más bien, en dos y un epílogo. En la primera se introduce a su personaje central, Jim Averill (Kris Kristofferson), que nos es presentado corriendo por las calles empedradas y solemnes de Harvard hacia su ceremonia de graduación. Estamos en 1870. En la imponente sala de la universidad se encuentra también con William Ilvine (Jonh Hurt), su mejor amigo y representante de la promoción. En el ampuloso discurso del decano se van perfilando algunos de los temas esenciales de esta historia, “Somos la educación de la nación”, -de la elite de la nación, por supuesto-. Y en el de Irvine, emerge la contradicción inherente del que, en base a formas juveniles y provocadoras, termina por reivindicar con ironía la permanencia de la Ley y el status quo. A continuación, los superplanos generales en los que los futuros líderes americanos bailan con las mujeres invitadas a la ceremonia, y durante los cuales Jim consigue emparejarse con una hermosa mujer, en la que se había fijado previamente, son de tal belleza, en el color, en la coreografía global, rodada con gran amplitud de miras en una prodigiosa profundidad de campo, y en la fotografía, a cargo del prestigioso Vilmos Zsigmond, con el que Cimino ya había trabajado en The deer hunter -es responsable también de McCabe & Mrs. Miller, Deliverance, The Sugarland Express, Obsession, Close Encounters of the Third Kind, The Rose o Blow Out-. Son sencillamente portentosos. Más tarde, asistiremos a la lucha ritual de los licenciados por acceder al gran árbol del jardín, símbolo del éxito que les aguarda, en la que James saldrá victorioso.

En el siguiente plano, un Jim con veinte años más descansa en el compartimento de un tren que le lleva al condado de Johnson, en Wyoming, donde ejerce de marshall. En este pasaje, nuestra impresión es que no sabemos de donde viene -más tarde sabremos que acaba de regresar de St. Louis-. Desde dentro de la ventanilla, en la estación de la ciudad de Casper, observa los trenes abarrotados de gentes harapientas colocadas de malas maneras en el techo, que llegan sin cesar para comenzar una nueva vida. Se percibe la tensión. No hay tierras para todos. Y sin solución de continuidad asistiremos a la ejecución a sangre fría de un campesino que está descuartizando un ternero supuestamente robabo. Nate Champion (Christopher Walken), o más bien su sombra traslucida en una sábana, dispara y se aleja (lo vemos a través del agujero que la bala ha abierto en la tela, en otro plano muy hermoso, casi pictórico). Y las subsiguientes estampas, cuando se cruza con una fila sin fin de desheredados caminando -la cámara baja hasta sus pies-, sobre el espectáculo natural sin par que los rodea, es nuevamente de una preciosa potencia visual. Aun en la ciudad, en la sede de la todopoderosa Asociación Nacional de Ganado, Jim, que es un renegado para la institución, conoce el plan de ejecución de 125 “ladrones y marxistas” de su condado, prácticamente la totalidad de la población, y decide intentar salvarlos.

Ya en el condado, Cimino introduce al tercer personaje clave de la peli, Ella Watson (una jovencísima Isabelle Huppert), que regenta el prostíbulo del condado y mantiene una relación amorosa, cargada de suspicacias y problemas no resueltos con Jim. Su presentación, cuando él se reúne con ella en su casa -y toman esa tarta tan rica-, cuando pasean con el carruaje que le regala -conduciéndolo ella a gran velocidad y exhibiéndolo en el pueblo para dejar patente su unión-, o en ese idílico baño en el lago, que nos muestra la libertad desnuda de Ella frente al encorsetamiento conductual de las mujeres decentes del pueblo, contiene unas imágenes de gran belleza, que se fusionan con la naturaleza grandiosa que los envuelve. Además, también podemos disfrutar de la presencia de Jeff Bridges, como el dueño del bar local donde se reúnen los emigrantes. Solo mencionaré una frase suya “-Siempre ha sido difícil ser pobre en este país”. Y sí que me quisiera detener en su introducción, como maestro de ceremonias de una pelea de gallos, filmada sobre un ambiente infesto y tenebrista en la iluminación, de relevancia dramática respecto a las diferencias culturales de los vecinos y la inmisericorde lucha por la supervivencia que domina sus vidas.

Desde luego, resulta embriagador, el otro baile del film, en patines, en el “Heaven’s Gate”, que le da título. Asombroso. Aquí disfrutan los desheredados, en un tono de filmación semidocumental que contiene la magia de la realidad, que consigue atraparla, realizar una precisa incisión histórica en una celebración popular de la clase trabajadora de aquella época. Como colofón, podemos apreciar en pantalla la presencia del joven violinista y creador de la banda sonora original, David Mansfield. Y también quedar extasiados unos instantes con el baile final de Ella y Jimmy, impregnado de romanticismo y deseo, desde ese plano de ella recortado sobre la puerta trasera, en la mejor tradición del Ford de The Searchers/Centauros del desierto, recientemente homenajeado por Jane Campion en The power of the dog /El poder del perro. Además, la disyuntiva emocional de nuestros personajes protagonistas, se evidencia a las claras con la petición de matrimonio de Nate a Ella. Jimmy solo puede protegerla, convencerla para que huya -veremos por qué-.

Con la llegada del escuadrón de la muerte, se acelerarán los acontecimientos. Jim reunirá al pueblo en pleno para advertirles del peligro: otra vez en el Heaven’s gate, recita los nombres contenidos en esa lista negra -hombres y mujeres con apellidos procedentes de la Europa del Este, además de “Watson. E”-. Nuestra heroína regresará a su casa para encontrase a las mujeres del burdel masacradas por un grupo de mercenarios que esperan para violarla y asesinarla -aquí hay un momento muy especial, de hermosa intensidad dramática: sobre su cara de terror, los gritos se apagan momentáneamente, y ese silencio ficticio, intervenido, nos lleva a una reflexión reveladora sobre la auténtica desigualdad de la condición femenina -aunque aun la veremos fuerte, dueña de su destino, cabalgar sin tregua para avisar a los demás-. Y la batalla final, doscientos campesinos por fin organizados, contra cincuenta asesinos a sueldo, nos dejará imágenes desgarradoras. La victoria real y moral quedará empañada por la aparición al rescate del mismísimo ejército de la Unión. “Es la Ley”, dicen. Una ley que no protegerá a casi nadie.

¿Y el epílogo? En 1903, en New Port, estado de Rhode Island, la primera de las trece colonias originales que declaró la independencia del dominio británico y marcó el inicio de la Revolución estadounidense, un barco surca el océano. En la cubierta, un melancólico Jim accede al suntuoso camarote. Recostada en un diván, una mujer -aquella preciosa joven, la que lo acompañaba en esa fotografía recurrente que aparece una vez más sobre la mesilla de noche- dormita, se despierta, le pide un cigarrillo, él se lo enciende. Y el barco sigue navegando, amargamente, como Jim.

Quisiera haber sido capaz de emular con estas líneas la grandeza, la complejidad y la extraordinaria composición de personajes de esta película. Me parece un alegato fílmico poliédrico, político, estético, íntimo, sociológico, y tremendamente vigente. Sin duda ambicioso -algún crítico ha llegado a sentenciar que es la última película verdaderamente libre del Nuevo Hollywood-, y por momentos de un virtuosismo exacerbado. La versión que recomiendo, por supuesto, es el montaje de tres horas y media original de Cimino -llegó a presentar una versión de cinco horas a los productores de acceso imposible hasta donde he podido averiguar-. Como no podía ser de otro modo en un proyecto tan problemático, hay otras de menor duración, inevitablemente mutiladas. Lo advierto porque creo que para muchos puede ser un exceso. Porque la película también es un gran exceso. Pero, a mi modo de ver, épico, sobrecogedor, hermoso, postmoderno y radical.

© Maria Verchili Martí.

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