La source des femmes/La fuente de las mujeres, Radu Mihăileanu (2011).

‘Los hombres tienen que traer el agua’.

Comienzo con una sentencia de vindicación del reparto de los trabajos comunitarios que a una mayoría de espectadores y espectadoras nos queda muy lejana, ajena. Pero para las gentes de un pequeño poblado del norte de África sin determinar, es una cuestión de profundo calado. Y está cargada de un potente simbolismo vital y socio-cultural. Desde tiempo inmemorial, sin una justificación racional sólida, los hombres, anatómicamente mejor dotados para realizar determiandas tareas de cariz físico, nunca han traído el agua. Siempre lo han hecho sus compañeras.

Pero en el árido y pedregoso camino hacia la fuente que abastece el pueblo, las mujeres se agotan, se hieren, y en el dramático arranque de esta hermosa y vitalista película, sufren abortos -ese hilillo de sangre dolorosa que recorre la pierna y encoge el alma-. La pena y la tristeza por las pérdidas, la constatación de la injusticia, prende en el pensamiento de la joven forastera que se unió a la comunidad con motivo de su matrimonio. Leila (la hermosísima actriz francesa de origen tunecino Leïla Bekhti), la hechicera, la que sabe leer, la que escribe cartas de amor en nombre de su amiga Loubna (Hafsia Herzi), la que ama profundamente a su marido Sami (Saleh Bakri), y lee clandestinamente Las mil y una noches, que él le regala, también guarda sus secretos. Pero consigue convencer a la mayoría de mujeres. Para que sus hombres acepten asumir la tarea, van a hacer una huelga de amor. Una medida ambiciosa, desequilibrante, decididamente determinante del bienestar conyugal y social. Y desde luego una decisión testosterónicamente mal recibida por los compañeros de vida.

El director francés de ascendencia rumana y judía Radu Mihăileanu albergó importantes dudas sobre su idoneidad para llevar a cabo este proyecto, con el que entró en contacto por una noticia periodística que recogía un hecho real acontecido en un pueblo de Turquía. Trató de proponérselo a alguna directora árabe. Pero como no la encontró, se decidió a hacerse cargo. Y en mi opinión lo hizo con la sensibilidad y la inteligencia suficientes para componer un bonito relato de toma de conciencia y deseo de emancipación femenina, en un contexto especialmente marcado por una cultura religiosa, rural y machista de una intensidad sensiblemente superior a la que una mayoría de espectadoras estamos habituadas. Nos lleva de esta forma a empatizar con otras realidades, mucho más desalentadoras para las mujeres, amén de atravesadas por carestías inimaginables en nuestros mundos de comodidades -esas recurrentes alusiones a la deseada lavadora-.

En el cine de Mihăileanu se reúnen reincidentemente algunos lugares comunes, la denuncia política y social como eje constitutivo de sus propuestas, y la coralidad en el relato por la importancia que otorga la concepto de comunidad, que se pueden rastrear desde su opera prima Trahir (1993), sobre un escritor rumano disidente, que en su desesperación se alía con la Securité, pasando por Le train de vie (1998), en torno a la huida de un grupo de judíos que se ven obligados a hacerse pasar por soldados nazis, o Le concert (2009), que relata la historia de ostracismo de un gran director de orquesta, como consecuencia de su apoyo nuevamente a los judíos en el conflicto bélico mundial, hasta la misma obra que nos ocupa. En esta película, para mi la más sugestiva, no podemos obviar además la influencia de la célebre comedia de Aristófenes Lisístrata, argumentalmente coincidente respecto a la iniciativa de las mujeres de este relato, en aquella remota ocasión de la Grecia clásica, con el objetivo de poner fin a las guerras interminables.

A nivel estético, Mihăileanu también nos enseña una cultura visual colorista y hermosa, que explosiona ante nuestras miradas forasteras en los bailes y los cánticos ancestrales -otra característica muy propia del director, es el omnipresente uso de la música tradicional y popular como elemento cohesionador y festivo-, con los que las mujeres de esta historia expresan sus alegrías y pesares, dirigen sus exigencias a sus maridos, enmarcada en un medio natural de inabarcables terracotas contrastados con el azul intenso del cielo, y captada con naturalismo y organicidad por la cámara cómplice de Mihăileanu. En el apartado personal, este paisaje físico y cultural a mi me traslada siempre y sin poder remediarlo a aquella aventura marroquí de un mes de duración y percepciones sensoriales en permanente estimulación, uno de tantos viajes que se quedan grabados en la retina, en la nariz, en la lengua y en la piel.

La película se beneficia sin ninguna duda de la belleza y el talento de sus actrices y sus actores, que consiguen transmitir sus anhelos, frustraciones y sueños con convicción, que consiguen interesarnos por esas cosas infinitesimalmente pequeñas, que son el objeto de investigación de un estudioso con un rol determinante en el devenir de los acontecimientos.

En definitiva, esta es una propuesta sugestiva y atrayente, en clave de comedia dramática, que nos invita a reflexionar sobre cuestiones trascendentes de la vida, desde una óptica humanista y feminista.

© Maria Verchili Martí.

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