
Para mi es imposible acometer una aproximación a esta selección del maravilloso legado cinematográfico del director japonés Shohei Imamura, sin relatar brevemente como conocí su Cine, por qué razones me parece tan especial. Con apenas veinte años, con todo un mundo personal, existencial, cultural y por supuesto cinematográfico por descubrir, contemplé extasiada -así fue, tal cual, sin matices, era una chiquilla muy impresionable- su última película, -“The last picture show”, otra entre tantas de mis debilidades personales es esta preciosa película de Peter Bodganovich, que a mi me sirve tanto para un roto como para un descosido-. Se llama Agua tibia bajo puente rojo (2000), una deliciosa fábula, teóricamente menor dentro del conjunto de su filmografía, sobre lo que es realmente importante en la vida. Esto es, el amor, el vitalismo, el placer sexual -tan importante en el discurso artístico de Imamura-, que contiene una de las secuencias más particulares y desconcertantes que puedo recordar en el Cine del nuevo milenio, cuando un hombre, nuestro protagonista, encuentra la casa que buscaba al lado de un puente rojo, oculto desde el exterior, observa a una mujer que sale, y la sigue hasta un supermercado, donde incrédulo observa un problema de incontinencia, que ella trata de disimular -los planos de sus pies calzados con zapatos negros tratando de dispersar los charquitos que deja a su paso, son de esa clase de imágenes que no se pueden olvidar-, y concita una suerte de «realismo mágico» a la japonesa, muy líquido, que personalmente me conmueve cada vez que vuelvo a ver la película.


Si he comenzado por el final de Imamura, que fue precisamente mi principio con él, es porque el luminoso optimismo vital, la confianza en la mejora personal, en una plausible felicidad, desde una situación desesperada y sumida en la depresión, que atesora este film, constituye una anomalía significativa en el tono de su discurso artístico. Aunque no es menos cierto que casi nunca falta el humor -muy negro- y la ironía, y que en la historia del puente rojo se condensan transformadas hacia una cierta reconciliación final con la vida la mayoría de sus temáticas. Las esencias de su obra siempre apelan a una realidad humana poco complaciente, diseccionada a partir de los márgenes sociales, y también formales, desde una irreverente y combativa perspectiva crítica, plenamente concordante con el contexto de la Nueva ola del cine japonés de los años sesenta (Nūberu bāgu), a la que incorporó una obra cinematográfica de indiscutible calidad, análisis socio-cultural incisivo y fascinante propuesta estética –Cerdos y acorazados (1961), La mujer insecto (1964), Los pornógrafos (1966), La venganza es mía (1979), Lluvia negra (1989), La anguila (1997), o su misma encantadora despedida, con la que comencé, entre otras-.
Y dentro de este denominador común, entre estos lugares recurrentemente revisitados, hay dos películas a las quisiera prestar una especial atención, dos propuestas a emparejar por sus características constitutivas. Aquí la mirada iconoclasta y certera del cineasta japonés, se embadurna además de la ruralidad de un tiempo pasado, o de los días mismos de la filmación, respectivamente. De la superstición, de la dureza del medio natural que sus personajes habitan, y de la carestía severa. Observa cuan antropólogo a unas personas especialmente marginadas. En la primera, pretérita en su escenario, y segunda en el tiempo de realización, el hombre apartado será la excepción. En la segunda, contemporánea del relato, y anterior en la carrera de Imamura, la familia Futori al completo se verá señalada en sus desgracias y desmanes. Por supuesto, abunda la representación animal, sugerente, lasciva, metafórica, tal y como sucede en gran parte de su filmografía, y queda acreditado desde los mismos títulos (cerdos, insectos, anguilas). Pero en estas dos historias apasionantes, considero que los animales se encuentran todavía más cercanos, presentes, más etnográficamente asimilados, simbióticos con la realidad material y emocional de los seres humanos protagonistas de Imamura. Y desde luego, en los dos films el color nos inunda visualmente, en las tonalidades cálidas de la piel, como de la tierra, del mar o de la nieve, y nos seduce con la sensualidad exótica y la organicidad de su deslumbrante puesta en escena, enaltecida por el formato Scope que Imamura hizo suyo desde los tiempos de Cerdos y acorazados.


Narayama Bushiko / La balada de Narayama, (1983).
Partiendo de este continuum temático y formal, comenzaré por la segunda película en orden real de filmación, porque se puede considerar la primera parada de un viaje particularmente literal hacia los ancestros que tan vívidamente recorren las historias de Imamura, y que encontrará una continuación imposible desde una perspectiva cronológica en la siguiente. Aquí seguiremos a Orin (Sumiko Sakamoto), la abuela de la casa del árbol, que cuando llega a los sesenta y nueve años en perfecto estado de salud se da cuenta de que tiene que enfrentarse a cuestiones vitales esenciales. Según la tradición y las creencias ancestrales de esta comunidad agraria de un Japón que parece situarse en el siglo XIX, cuando llegan a los setenta años los ancianos y las ancianas del pueblo, que ya deberían haber perdido los dientes, tienen que abandonar la comunidad y reunirse con el Dios de la montaña Narayama. Pero curiosamente resulta que Orin conserva los suyos intactos -es más, su nieto se burla de ella acusándola de tener hasta treinta y tres dientes-. Y tendrá que ponerle remedio -veremos como-.
Con estas impactantes premisas de partida para un observador contemporáneo y occidental, Shohei Imamura, nos ofrece aquí una película de subyugante belleza visual, temática filosófico-existencial y puesta en escena casi poética, que es una recodificación del magnífico film homónimo de Keisuke Kinoshita de 1958. Las reflexiones que condensa la película sobre la vejez y las responsabilidades que comporta en un grupo humano en el que la supervivencia material básica es tan cara, sobre las leyes humanas de la convivencia y del amor familiar, y sobre la inestimable potencia de la maternidad, como un regalo entregado a los descendientes hasta el último aliento, está tratado y retratado por Imamura desde un punto de vista metodológico rayano en el ejercicio etnográfico que consigue alcanzar una potente expresividad, y que desde mi punto de vista expande las indudables virtudes analíticas y estéticas del original.



Desde el arranque del film, frente a esa inmensidad natural, cubierta de nieve y azotada intensamente por el viento -y veremos que esa nieve anunciada en las canciones ancestrales de esta comunidad, cerrará el círculo vital de Orin y de nuestra extraordinaria experiencia fílmica-, somos testigos de la dureza del medio en que nuestros personajes sobreviven, a la vez que logran fusionarse armónicamente con ella. Estamos en una época de reinado absoluto de la naturaleza sobre los seres humanos -aún no se ha alcanzado el dominio aniquilador que desarrollaremos tiempos después-. En esta línea se podría interpretar en esta ocasión, la inquietante introducción crónica de transiciones en el plano con diversos animales salvajes, como ratones, ranas o aves rapaces, que siempre aluden en última instancia a las pasiones convencionalmente desviadas de estos hombres y mujeres de Imamura en su cotidianidad.
Casi desde el comienzo intuimos que la determinación de esta anciana, que camina encorvada con envidiable prestancia, que es la más hábil pescadora de truchas del poblado y que constituye sin lugar a dudas el pilar aglutinador de su familia, es inquebrantable. Está en camino un bisnieto y su madre se ha unido al clan. Una boca más que alimentar requiere de una boca menos que saciar. Pero Orin tiene además asuntos pendientes respecto a sus hijos que debe solventar durante este año que se le presenta, antes de marcharse para no volver. Su primera preocupación es volver a emparejar a su primogénito Tatsue (el preferido de Imamaura, Ken Ogata) que acaba de enviudar. Y veremos como esa mujer deseada Tamayan llegará a sus vidas por medio de la sal -de la tierra-, sabrá satisfacer el amor de Tatsue y recibir las sabias enseñanzas de Orin. Nuestra protagonista tiene también otro hijo, marcado por el repudio social y amoroso debido a su mal olor corporal. Y ella tratará de aplacar parcialmente su angustia proporcionándole una inesperada compañera sexual -en contra de los planes del primogénito, que siempre anda un paso por detrás de su aventajada madre-.
En el devenir de esta historia, además, Imamura nos proporciona pausada y armoniosamente, en planos y encuadres rebosantes de belleza, un fresco animado de los usos sociales y culturales, una minuciosa descripción de las actividades agrícolas, recolectoras o comerciales de los pueblos recónditos del Japón de la época. Desde las jornadas de caza y pesca hasta el ritual comunitario de despedida de Orin antes de comenzar su camino hacia el Narayama, pasando por la expresión de la sexualidad, unas veces placentera y otras ansiosa -casi siempre emparejada con una sinuosa serpiente-, de estos hombres y mujeres luchadores, o incluso las prácticas zoofílicas de los miembros rechazados del grupo. Un observatorio privilegiado, y especialmente rico e impactante para el espectador occidental, de la vida en sociedad de las gentes de aquellas latitudes en una época concreta de su Historia, que además irán siempre acompañado por la riqueza folclórica en la forma de esos poemas cantados de proverbial concisión y expresividad.
Y al final, el desenlace planeado. La ascensión de madre e hijo al monte Narayama, portándola él a la espalda. Luchando contra las pendientes, el agotamiento físico y la pena infinita en el alma. Por el camino ancestralmente establecido. En silencio, como establece la tradición -Tatsue no podrá contenerse en un momento dado, pero su madre le responderá con contundencia-. Son unas secuencias finales de una emoción genuinamente humana, y de una hondura ética que a mi me desarma. Una oda emocional al amor, a la vida, que para abrirse paso, y renovarse en comunión con la naturaleza, requiere inexorablemente de la muerte. Un legado vitalista de aplicación universal.
Y la nieve acompañó a Orin en la montaña. Como decía la canción.



Kamigami no Fukaki Yokubo/ El profundo deseo de los dioses, (1968).
Resulta sobradamente conocida la maldición que cayó sobre Shohei Imamura después de filmar una de sus películas más extraordinarias. El fracaso estrepitoso de este film tan singular, con la mayor dotación presupuestaria de la que había dispuesto hasta entonces, lo arrastró al silencio fílmico durante la mayor parte de la década de los años setenta del siglo pasado. De acuerdo con mi particular querencia hacia los análisis impregnados de lo que he dado en llamar en muchas ocasiones Cine-vida, se podría mantener que una parte de las desgraciadas condenas de la disruptiva familia Futori le alcanzaron de pleno -y no por poco tiempo-. Es evidente que tenemos que celebrar su retorno demasiado pospuesto pero contundente, con La venganza es mía -otra vez parece que el Cine y la vida se mimetizan-, y con lo que vino después. Y sin ningún género de dudas, debemos congratularnos de que antes fuese capaz de regalarnos una película como El profundo deseo de los dioses.
Si en nuestro acompañamiento hacia el final de Orin, nos vimos atrapados en el corazón de la montaña, ahora vamos a descubrir la isla de Kumage, donde desde las estampas introductorias, el factor animal se presenta en potente plenitud. Una anguila rayada nada en el agua, una babosa agigantada en el encuadre repta de acuerdo a su condición, un abundante grupo de caracoles se mueven con la ceguera que los caracteriza, un barbo resta inmóvil y subacuático, un inclasificable animal exótico nos mira, envueltos todos por un acompañamiento musical ponderado, y finalmente, una mujer joven con cierto retraso mental se alegra ostensiblemente cuando consigue atrapar una rata. A continuación, mientras esa misma chiquilla, apartada y atacada con desprecio, juega atávicamente con una sanguijuela, una suerte de hechicero al que volveremos a ver, relata la incestuosa historia fundacional de la isla ante un grupo de niños. Cuando termina, sobre un plano estéticamente seductor, invadido por una progresiva luminosidad cromática en tonos amarillos, que acaricia el rostro de perfil del profeta, Imamura coloca el sugerente título de su película, y nos invita a desembarcar en su historia, como las gentes que llegan a la isla en barca desde el continente, rodeados de cerdos -otra vez- y de algún tiburón.


Y es esta una historia compleja, que gira endogámicamente alrededor de la vida desestructurada de nuestros corales protagonistas, los Futori, la familia más antigua de la isla, que vive marginada y repudiada por diversas transgresiones pasadas a la prohibición universal del incesto. Fue el abuelo quien inauguró las infracciones familiares, al mismo tiempo que mantiene a su hijo Kenishi (Rentarō Mikuni), encadenado a una enorme roca que debe conseguir romper para que los dioses no abandonen la protección de su morada. Su pena también trae causa de los impulsos sexuales prohibidos e irreprimibles. Pero es que además utilizó dinamita para pescar, otra restricción expresa de la comunidad. Kenishi tiene una hermana, Uma (Yasuko Matsui), de la que está profundamente enamorado, que no convive con ellos a modo de castigo, y ejerce como sirvienta y amante del jefe local -hay que advertir que ella también lo ama, pero se niega a consumar una relación sexual con él para tratar de conjurar el repudio social y el castigo de los dioses-. Kenishi, tiene a su vez un hijo Kametaro, la única mente racional del grupo , que aspira a marcharse a Tokyo para escapar de la ruina de su estirpe. Y por supuesto, no podemos olvidar a aquella primera muchacha, Toriko (Hideko Okiyama), la nieta más joven del anciano, que se erigirá en otro de los personajes angulares de la trama.
A este entramado disruptivo, se incorpora el elemento acelerador de la acción. El ingeniero Kariya (Kazuo Kitamura) llega a Kumage desde la modernidad tokyota para construir un pozo de agua que abastezca a la fábrica de arroz, y el patriarca Futori consigue convencer al jefe Ryu para que su nieto actúe como asistente del forastero durante los trabajos. A partir de aquí, asistiremos a sus infructuosos esfuerzos por conseguir soluciones técnicamente factibles para la empresa encomendada, mientras la racionalidad que representa se irá difuminando bajo los influjos fascinadores de sus antagonistas -y muy especialmente de Fumiko-, al mismo tiempo que conoceremos de su insatisfacción conyugal precisamente con la hija del mandamás de la empresa. Además, se están produciendo sabotajes en las obras, que le obsesionarán hasta el punto de montar una operación de espionaje para desenmascarar al culpable. De esta forma, se irá completando la transformación del profesional urbanita, que culminará en un paseo desesperado y solitario por la idílica playa, interludio mediante, hasta su encuentro con la pequeña salvaje, atravesado de deseo indisciplinado, vitalismo irreverente y esa comicidad amarga tan característica del pensamiento de Imamura, en unas secuencias realmente hermosas e inspiradoras.




Y como si la fuerza desatada de la sexualidad sin limitaciones hubiese actuado, la magia de la naturaleza interconectada parece que podría hacer caer por fin la roca fatídica -muy pronto ocurrirá-. Es indudable que caben aquí diversas interpretaciones, pero desde mi perspectiva analítica Imamura se entrega de lleno, una vez más, a la reivindicación de la fiesta desencorsetada de la existencia, pese a las consecuencias que traiga consigo. Porque este acontecimiento liberador para la familia Futori, traerá el accidente mortal del geronte, que regresará a la naturaleza en uno de esos rituales tradicionales que tanto interesaban al cineasta nipón. Llevará de vuelta a la razón acomodada al especialista, que abandonará a Toriko y al bebé que espera. Y certificará el final del humilde idilio natural de las gentes de la isla con su entorno, en pos de la necesaria deforestación que requiere el desarrollo turístico, tal y como el narrador nos vuelve a recordar: un dios violento separó al hermano Dios y la hermana Diosa que vivían felices su amor.
Hacia los últimos compases la roca caerá, el jefe Ryu morirá en sus excesos -sexuales, por cierto, y sustentados en denigrantes relaciones de poder-, la maldición descargará aun con más contundencia sobre los supervivientes Futori, y los poderes de sacerdotisa de la amada Uma decaerán en lo que parece ser la ascensión sobrenatural de Toriko, hasta alcanzar el final. ¡Y qué final! Son unas secuencias apoteósicas, en el mar azul intenso, en barcos, unos a la búsqueda de otra tierra prometida, y otros en persecución de una venganza equivocada, en una auténtica cacería al hombre que nos deparará algunas de las imágenes más espeluznantes e impactantes del film. Solo diré que esas máscaras de guerra son visualmente espectaculares, bajo mi punto de vista. También habrá un epílogo, una conclusión descorazonadora que pondrá a todo el mundo en el sitio que le corresponde según la lógica capitalista y convencional que Imamura se esforzó tanto por cuestionar a lo largo de su deslumbrante trayectoria. No tiene desperdicio, para finiquitar esta amalgama fílmica subversivamente caótica e irracional en su autoconsciencia, que considero un placer para los sentidos y un tesoro para la pasión cinéfila.

© Maria Verchili Martí.
Solo puedo hablar de Lluvia negra y de La balada del Narayama, y de esta, de lejos, pues la vi hace cerca de cuarenta años en la pequeña sala Acteón de Valencia. Sin embargo hay imágenes que no se borran: cómo eliminar a una familia improductiva, a una anciana, ¡de 69 años!, que tampoco puede ya ayudar a los suyos al perder los dientes que le sirven para curtir el cuero. Una sociedad basada en el pragmatismo puro, pero a la vez con una religión o unas supersticiones fuertemente arraigadas. La película, a mi entender, habla de la muerte, del homicidio en realidad, pero como vía para la vida, casi la supervivencia, de otros.
Gracias por el comentario, Roberto. Todo lo que comentas de la peli está, pero efectivamente la crueldad que determinada audiencia le atribuye, para mi también tiene que ver con las alianzas con el medio, que es la vida. Requieren de sacrificios difícilmente asumibles, desde cualquier óptica. Pero hay que asumir también que estamos en el contexto temporal (siglo XIX). En todo caso me parece extraordinaria. Si te decides a ver El profundo deseo de los dioses» verás una evolución evidente..pero ¿hacia dónde? Creo que Imamura plantea muchas cuestiones, todas ellas de gran interés filosófico, existencial…Y me encantará conocer tu opinión.
Gracias, María. Sí, las sociedades funcionan y se mueven según sus necesidades. El espanto que puede producir una actitud hoy día se asumía como necesaria apenas hace un siglo y en una cultura tan lejana a la nuestra como la nipona. Veré la que me sugieres y comentaremos.
Exactamente. La perspectiva hay que ajustarla a los tiempos. «El profundo deseo de los dioses» para mi es particularmente hermosa -y muchas más cosas-. La comentaremos.
Al leer tu crónica he recordado la película La balada de Narayama. He reconstruido con tu explicación la trama, la intensidad de esas vidas pegadas a la tierra y a la subsistencia, su estricto orden social. Pero sobre todo, el final. Creo que uno de los más dramáticos que he visto en pantalla. Qué pasada de dolor y de fuerza. Un dolor que sólo lo amortigua el hecho de ser un rito y por tanto, su obligado cumplimiento.
Gracias María por traer y recordar a este importante director.
Hola Silvia. Gracias por compartir tu experiencia con esta sublime película, que desde luego es compartida por la mayoría. Yo también lo siento así, pero al mismo tiempo aprecio la dignidad, la necesidad, el sacrificio generoso. En fin, es un film de una potencia filosófica intensa. Por mi parte, te recomiendo «El profundo deseo de los dioses». Es espectacular.