“India song”, (1975). La canción de la memoria de Marguerite Duras.

La cima cinematográfica de la emblemática literata francesa Margerite Duras es una fascinante traslación al lenguaje audiovisual de su universo literario. Sobre la base de los escenarios construidos en su novela “Le Vice-Consul” (1966), elaboró un artefacto fílmico recorrido de cabo a rabo por los códigos de la memoria que tan empecinadamente deseó reconstruir la autora en su escritura.

Como en la mayoría de sus novelas, como fue en su vida misma de juventud, Duras nos transporta al Asia colonial francesa, en una enigmática puesta de sol, invadida en el encuadre por esa esfera anaranjada y potente que se va posando sobre la selvática frondosidad. Al mismo tiempo, el dulce canto en hindi de una mujer, que pronto será identificada como la mendiga -¿quizá esté loca?- entabla un diálogo alucinado con otra voz desconocida que relata en francés las tristes circunstancias de la miseria de la súbdita, -para mi representan en la reflexión de Duras, las de toda la población autóctona bajo dominación de la Metropoli-. Y ambas nos acompañan en una desconcertante e ininteligible introducción en esta historia de desazón vital que tantos rasgos confesionales parece contener.

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Anne Marie, la esposa del embajador francés en Calcuta, tendida metafóricamente en el suelo a la espera de sus amantes. La puesta en escena de los encuentros sexuales de la esposa resulta proverbialmente sintética

Duras continua con su particular recreación de la India colonial de los años treinta del siglo pasado, introduciéndonos en el interior suntuoso de la casa del embajador francés en Calcuta, y recorriendo con la mirada el hermoso y omnipresente piano de cola, mientras escuchamos esa melodía seminal reproducida en las teclas. Finalmente se detiene en la recurrente foto de juventud en blanco y negro, que junto a todos los demás objetos y el mobiliario, primorosamente filmados con una luz amarillenta, parece atrapar los recuerdos de la protagonista y de la autora.

Hasta este instante podríamos pensar, aun con la sensación de extrañeza que provoca, en una utilización ortodoxa y narrativamente introductoria de las voces superpuestas. Pero desde luego, a partir de este momento, al centrar la creadora ya su atención en su rutilante protagonista, la mujer del embajador, Duras ensaya una estimulante vocación narrativa basada en la disociación de la estampa visual y el relato auditivo, que termina por erigirse en una clave fundacional de su expresión artística en el Cine. Mientras nos cuenta de Anne Marie Stratter (la inconmensurable actriz, videorelizadora y activista feminista francesa Delphine Seyrig), de su insatisfacción, de su desubicación en el país asiático, la hermosa, elegante y seductora mujer aparece en pantalla tendida sobre el suelo blanco y vestida de seda negra, mostrando uno de sus pechos cuan sacerdotisa ungida de una sensualidad subversiva y potente, a la vez que transmisora de una perturbadora quietud. A su lado yacen dos de sus amantes. Y su esposo la contempla compungido cada noche.

El piano de la casa de los embajadores franceses en Calcuta, omnipresente, siempre acompañado por la canción de la India.

El bello actor francés Claude Mann en el papel de Michael, el amante más presente en pantalla de Anne Marie.

El diálogo inaugural se va enriqueciendo con nuevos actores masculinos para componer el relato de los recuerdos parciales e incompletos, personales y subjetivos, como los de la propia autora. Los resortes de la memoria construyen esta historia como la de una Madame Bovary, envuelta y enmarcada siempre por esa canción al piano repetida en bucle, ‘India song’. Cuando Anne Marie toma la palabra en la extraordinaria, inolvidable voz de Seyrig, reivindica con contundencia su tristeza existencial.

A partir de este momento, como denominador común a lo largo del metraje, la elipsis narrativa sublimada y extrema construirá el relato. Todo acontece radicalmente fuera de campo, que al mismo tiempo nunca ha sido convencional, sino esencialmente determinado por esa disociación espacial y auditiva señalada. Resulta en una equivalencia de la extradiégesis literaria. De esta manera, jamás veremos a Anne Marie con sus amantes, ni tan siquiera besándolos. Les veremos siempre bailando, mirándose, rozándose levemente, como metáforas contenidas de su sexualidad, vestida ella siempre con ese precioso rojo de la pasión. Y en este punto no puedo dejar de señalar esa constante reivindicación de los recovecos del placer sexual femenino, que a mi parecer Duras también desea enfatizar con estas estampas de la mujer y los hombres con los que se relaciona. Como también la dicotomía entre el interior y el exterior, que ejercita durante el recorrido en la madrugada por los alrededores del palacio de la embajada -el edificio real, por cierto, se ubica en un pueblo de las afueras de Paris-, o en la contemplación del cielo rojo, enfermo de lepra, como la mendiga india y como el corazón de la protagonista, para volver al recuerdo recurrente del piano de la infancia donde había siempre una partitura de India song.

Además, el uso enigmático y brillante del espejo que preside la estancia funciona como un catalizador multiplicador de las sensaciones, que se hace especialmente intenso en el pasaje del encuentro de Anne Marie con su marido. Ella lo recibe de espaldas, pero enfrentada a él en el cristal, y al darse la vuelta para mirarlo queda reflejada de espaldas frente a nuestras miradas, interrogándonos sobre la autenticidad -¿es la del reflejo o la de lo reflejado?-, trasladándonos el mismo grado de confusión que sufren sus personajes. Y además, la voz en grito, desesperada, de la mendiga, nos contrapone con la pobreza y la enfermedad nuevamente.

Seguidamente, los omnipresentes diálogos a cuatro voces se interrogan sobre la identidad del que se lamenta con desgarro, mientras en pantalla se nos presenta una estampa provocadora, subversiva, ejemplificadora de la promiscuidad sexual de Anne Marie. La mujer del embajador se descubre recostada sobre un sillón, rodeada por los cuatro amantes que hemos podido contemplar bailando con ella a lo largo del metraje, frente al piano y al espejo. Aquí hay mucha más luz, es de día, “y el aire huele a limpio, huele a lepra,y a fuego”, pero esa luminosidad se va diluyendo hasta la penumbra.

Nuevamente, salimos al exterior y nuestros protagonistas continúan conversando, debatiendo, mientras la cámara inicia un movimiento circular sobre sí misma -sobre esta mujer, su marido y sus amantes-, por entre la línea del horizonte plagada de árboles frondosos bajo un cielo nuboso y azulado.

La preciosa y talentosísima actriz francesa Delphine Seyrig, poseedora de una voz absolutamente excepcional, que está muy presente en la vertiente sonora de esta singular composición fílmica.

A la mañana siguiente, Anne Marie llega al hotel de las islas, y así lo corroboran los narradores reflexivos. Va vestida de blanco por primera vez desde que comenzó el film, y llega escoltada por dos de sus amantes también en blanco, siempre en el centro, avanzando por el pasillo desde la puerta del hotel al fondo del encuadre, mientras otros dos caballeros se van incorporando al grupo. Están acompasados, contagiados de la languidez del trópico y del ritmo cadencioso de “India song”. Están huyendo de la convención y del matrimonio. Inmediatamente detrás, nuevamente en profundidad de campo al fondo, desde el final del pasillo ya desierto, el embajador les persigue, y se acerca también hacia nosotros. Parece que nos estamos acercando a la culminación del relato.

Ya en su habitación, Anne Marie permanece sentada en la penumbra de la tarde, y los hombres llegan y se van, en un juego constante de idas y venidas entre la residencia de Francia y el hotel. La cámara se posa en las copas, expresión del hedonismo alcohólico, y uno de los acompañantes besa a Anne Marie vestida otra vez con la bata negra, en un instante de expresiva sensualidad.

Y como colofón, ese recorrido por un mapa antiguo de la región -una vez más, Duas juega con el significado metafórico de los objetos-, ¿a la búsqueda de las dos mujeres perdidas, en el desamor, una, y en la enfermedad mental y el repudio social, la otra? ¿Tal vez del marido triste? ¿Quizá buscando cada una el camino de vuelta a casa? ¿O tal vez una ruta secreta hacia el interior de la selva para completar la huida?

Anne Marie y sus amantes entran en el hotel de las islas en una secuencia de potente carga expresiva, vestidos del blanco de las vacaciones.

En definitiva, esta película me parece un testimonio artístico radicalmente singular, determinado por una impronta creativa simbiótica y fronteriza entre el Cine y la Literatura, que merece su lugar dentro de los movimientos innovadores de los códigos cinematográficos de la segunda mitad del siglo pasado. Y desde luego, muy especialmente, es un film a reivindicar en el universo de la creación elaborada por mujeres, que nos invita a reflexionar con Marguerite Duras sobre cuestiones trascendentes de las construcciones culturales que nos han venido definiendo. Nos puede conducir a hacernos preguntas tan sencillas, y tan complejas a la vez, como ¿Quiénes somos? ¿Qué deseamos? ¿Qué queremos hacer en la vida?

© Maria Verchili Martí.

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