«La règle du jeu», «La regla del juego», la obra cumbre de Jean Renoir (1939).

La actriz austriaca Nora Gregor, como la Condesa Christine de la Chesnais, conversando con su sirvienta Lisette (Paulette Dubost). Desde sus mismos compases iniciales, la contraposición de clases sociales emerge y se sumerge en intrincados vericuetos pasionales.

¿Y cual es la regla del juego?

Ríos de tinta han corrido para explicar la complejidad temática y estilística de esta película excepcional, que Renoir terminó con los primeros compases de la Segunda Guerra Mundial, y que quizá, por la urgencia de ese contexto histórico, resultó un rotundo fracaso de crítica y público. Como consecuencia fue drásticamente mutilada hasta hacerla irreconocible, y solo al cabo de veinte años se restauró, y comenzó su exitosa andadura hasta nuestros días.

Porque la obra maestra de Renoir atesora una modernidad -causa más probable de su sonoro rechazo inicial-, que la convierte en un artefacto audiovisual poliédrico, intemporal y exquisitamente trascendente. Su estudio de los caracteres humanos, los de la alta burguesía, y también los de sus sirvientes, la convierten en una obra pionera, y sin duda antecedente de películas maravillosas como «Gosford Park», de Robert Altman, (2001), o míticos seriales televisivos como «Upstairs, Downstairs» (1971) o «Downton Abbey» (2010). Y es que en esta película los modos de vida de sus protagonistas están marcados por una convención social basada en las apariencias, que enmascara engaños amorosos y deslealtades entre los amigos, para componer un crisol desesperanzado, y a la vez profundamente humano, a través de la mirada inquisitiva de Renoir.

Christine, Condesa de la Chesnais, al inicio del relato, después de escuchar por la radio el multitudinario recibimiento a su amante aviador, André Jurieux (Roland Toutain), que acaba de logra el récord de travesía por el Atlántico volando, la apaga con cierta alteración, y se prepara para un evento social en su exquisito tocador, mientras interroga a su sirvienta Lisette sobre sus pretendientes. Su marido, el marqués Robert de la Chesnaye (Marcel Dalio, al que recordamos por otra obra magna de Renoir, «La grande illusion»), en una habitación contigua, también está escuchando la noticia, e igualmente finge desinterés ante su esposa. Él mismo, como veremos, también mantiene una relación con otra mujer Geniève de Marras (Mila Parély) desde antes del matrimonio. Como personaje visagra, Octave, interpretado por el propio Renoir, viejo amigo de Christine, ejerce como instrumento comunicador de los personajes, como cómplice conocedor de todos sus secretos. Y esta amalgama de relaciones cruzadas y ocultas transcurre hasta la explosión final en la casa de campo de los marqueses de La Chesnaye, donde todos se reúnen para un fin de semana de caza, espectáculo y fiesta.

Precisamente, uno de los pasajes que me parece más característico del cine de Renoir -y me recuerda al naturalismo exótico que ejercitó años después en «Le fleuve» (1951)- es el de la caza. Esos planos continuos de los animales que corren en libertad, casi pictóricos -con razón, Renoir descendía del genio impresionista-, a los que siguen los hermosos planos de los participantes en la cacería, confrontados en composiciones visuales y miradas perdidas que se erigen en la perfecta representación de sus conflictos personales, hasta la resolución final del estruendo de las balas que alcanzan al conejo herido de muerte, se me antojan como una metáfora de los acontecimientos que se avecinan.

Por descontado, los pequeños teatrillos representados durante la velada, entre cómicos e intrigantes, actúan como elementos profundamente significativos en nuestra percepción, tanto desde una perspectiva argumental, directamente conectada con los avatares de nuestros protagonistas, como en un sentido artístico autorreferencial, que apunta directamente a la ilusión simulada del teatro o del mismo Cine en su vertiente más desoladora, como ocurre también con la lente a través de la cual Christine cree descubrir la infidelidad de su marido, que en realidad está abandonando a su amante. Es la dualidad entre la representación y la realidad (a la que Renoir llama naturaleza), que se hace visible durante todo el metraje, y que a su vez se ha construido sobre una filmación fluida, donde por primera vez parece no requerir del recurso al montaje, una suerte de continuum temporal, fílmico y casi existencial.

Pero es que los conflictos aristocráticos, descenderán un par de plantas hasta la cocina de los sirvientes. En este sentido. la tensión en la casa, conforme transcurren las horas, aderezada con los contradictorios comentarios de los protagonistas (Christine, tan pronto confiesa que su amante le resulta “demasiado sincero”, como discute con su amigo Octave sobre la falsedad de los tiempos y de las personas cuando supuestamente descubre la infidelidad de su marido), estalla trágicamente al final del metraje. Entre sombras, los sirvientes asesinan. Y los señores se ocultan. Vuelven al interior del castillo, al mundo de ambigüedad y amoralidad por el que transcurre su existencia.

«La regla del juego» es sin duda una obra maestra imperecedera, trascendente y radical, que un creador como François Truffaut calificó como «El credo de los cinéfilos. La película de las películas». Un estudio minucioso de la condición humana.

© Maria Verchili Martí.

2 comentarios en ««La règle du jeu», «La regla del juego», la obra cumbre de Jean Renoir (1939).»

  1. Un magnífico estudio analítico y sociológico de una obra maestra del cine de la puesta en escena y la profundidad de campo, donde el humor se alía con la teatralidad, y la belleza del plano con la acerada crítica antiburguesa y antiaristocrática. Calderonianamente, un Gran Teatro del Mundo en una inagotable lección magistral de cine

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    • Muchas gracias por este excelente comentario. La profundidad de campo es esencial en el concepto de la película y en su innovadora fluidez narrativa. La referencia a Calderón, te la aplaudo. Tu estudio en ElAcorazadocinéfilo no se queda atrás. Es magnífico.

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