
Con semejante potencia evocadora ya en su presentación -amor, deseo, pasión de una mujer-, esta película no podía ser otra cosa que una hermosa historia de amor. Pero es que resulta que es una historia de amor hermosísima y combativa. Esa fuerza inaugural la directora francesa Céline Sciamma consigue filtrarla cuan alquimista hasta convertir su obra en una milagrosa combinación de sutilidad narrativa, sustentada en un magnífico guion firmado por ella misma, preciosismo esteticista casi pictórico, reflexión vital de profundo calado emocional e incisivo análisis histórico sobre la condición femenina.
Cuando una de las alumnas del taller de pintura de Marianne (Noémie Merlant) rescata del almacén un viejo cuadro de su maestra, ésta queda visiblemente perturbada. Ante la enigmática estampa de una mujer, de cuyo vestido parece emanar un fuego más que improbable, la pupila pregunta por el nombre de la obra. Se llama “Retrato de una mujer en llamas”. Y de esta manera la hija de un célebre pintor parisino, que nunca verá reconocida su obra por ser mujer, rememora aquel encargo tan especial que le hizo una condesa de la Bretaña (Valeria Golino) años atrás. Marianne debía retratar a la hija de la aristócrata, Héloïse (Adèle Haenel), que acababa de salir del convento para casarse, sin que Heloïse se percatase, haciéndose pasar por una dama de compañía. La artista la tendrá que observar en el día a día con discreción, para ir componiendo su obra por la noche. Hasta que la haya terminado y pueda volver a Paris.



Pero lo que ocurrirá durante esas intensas jornadas de contemplación sublimada es que un amor intenso, embriagador, retratado a su vez por Sciamma en el encuadre con una fotografía de una belleza potente -por cierto, la directora de fotografía, Claire Mathon, fue reconocida con el premio Cesar de la especialidad-, que en algunos emblemáticos pasajes junto al mar me ha hecho pensar en la pintura de Caspar David Friedrich, se abre paso ante nuestras miradas. Un amor prohibido y secreto que no tiene oportunidad, pero que sobrevivirá en nuestras protagonistas en codificaciones secretas y preciosas -ese número 28, elegido un día al azar y perpetuado para siempre en otra obra de arte futura-.
Y en el camino, Sciamma no solo nos hablará de los amores imposibles en aquellos tiempos, nos hablará de las maternidades no deseadas y de los angustiantes y peligrosos procesos abortivos, a los que tendrá que recurrir Sophie, la criada de la casa, que contará con la inesperada comprensión y complicidad de las amantes. También de las condenas en vida de las mujeres de la época a matrimonios concertados, que desasosiegan -esa es exactamente la rebelión de Héloïse contra su retrato de bodas-. Y desde luego, del ostracismo de las artistas, que pintan cuadros para que los firmen los hombres, para jamás ser reconocidas.



Es inevitable apreciar también la composición del relato sobre una mirada extasiada, especialmente en torno a la mujer del cuadro, cuando se da esa singular circunstancia en el Cine de que el amor traspasa la pantalla -y es que Haenel es la pareja de la directora en la vida real-. También en la belleza seductora del rostro de Héloïse, en las contraposiciones en el plano de estas dos mujeres vestidas de rojo y verde intensos, en ese ritual cantado de las campesinas bretonas en la noche oscura -repiten en bucle una significativa proclama, «No pueden volar»-, que culminará con las llamaradas del vestido y del corazón, y en las ensoñaciones casi espectrales de la novia vestida del blanco del matrimonio, que son la recurrente metáfora del inevitable desenlace.
A mi parecer, esta es una de las mejores películas del año 2019. Y desde luego, es una de las obras cinematográficas contemporáneas más poéticas y especiales que he visto en los últimos tiempos. Una reflexión también sobre el ejercicio artístico como motor de la existencia, como tabla de salvación ante el infortunio. La recomiendo encarecidamente.

© Maria Verchili Martí.